Luego vendrían Petrovic, Sabonis, y no digamos Bird, Magic, Jordan… posiblemente el primer baloncestista mítico al que he visto jugar haya sido Sergei Belov. Ajenos entonces como éramos a la NBA, aquella selección soviética de los 70 era lo que se antojaba más inalcanzable en baloncesto. Cuando España fue capaz de ganarles en el Eurobasket 73 de Barcelona –un año después de su polémica hazaña olímpica del 72-, el logro adquirió tal categoría de proeza que la televisión única de este país repitió enterito el partido al día siguiente, seguramente además por tratarse de la URSS.
No era infrecuente verse las caras con la Unión Soviética, cada año en el torneo de turno y cuando a menudo venían a España por Navidad, a jugar el torneo que organizaba el Real Madrid. Aquel ejército rojo no sólo lo parecía sino que lo era, su base era el CSKA de Moscú, un equipo militar, y por ello tenía el derecho a fichar –y por lo tanto militarizar- a cualquier ciudadano que demostrara aptitudes, físicas o técnicas, para este deporte. Y su entrenador era un coronel, Alexander Gomelski, conocido como el Zorro Plateado. Viéndolos jugar, daban la sensación de que abusaban de sus rivales: eran muchos, muy grandes y muy altos, con Tkachenko, Lopatov, Belostenny… pero claro, también tenían jugones, el eterno base Eremin, o Myshkyn y Tarakanov, que eran aleros también larguísimos, y sin embargo versátiles y mortíferos. Pero por encima de todos, destacaba el profesor Belov.
Leo estos días que como persona era un cardo, pero en la cancha fue absolutamente genial. Y tenía carisma, con su característico bigote que le confería cierto aire cinematográfico, digamos un ruso metido en un spaguetti western. Con 1.90 de estatura, jugaba de lo que hoy llamamos escolta, pero entonces decíamos alero a secas, en Europa sólo conocíamos tres puestos y tampoco los numerábamos del 1 al 5. No saltaba ni corría demasiado–también es verdad que le vi ya un poco veterano- pero lo controlaba todo, el tempo, la circulación de balón, era el jefe, el mariscal de campo que dirigía las operaciones que en él delegaba el coronel. O tal vez, a veces, aunque nos las delegara.
Y sus manos, finísimas, eran un prodigio. Manejaba el balón como si lo llevara pegado a la mano, y cuando lo soltaba era para depositarlo pasmosamente en la red de la canasta. Desde cualquier distancia. Como entonces no había triples, los tiradores eran más versátiles, y éste era de los que les daba igual tirar de cinco metros que de siete, cosa que ahora no vemos tanto. Cuántos enormes triplistas de hoy parecen que se desorientan cuando tienen posición para tirar desde más cerca. Posiblemente él y el yugoslavo Dalipagic –otro bigotes- hayan sido las mayores ametralladoras del baloncesto europeo de aquellos años, sólo que Belov, ya digo, era más cosas que tirador.
Como jugador ganó todo lo que se puede ganar, con el CSKA y con la URSS, incluyendo el histórico oro olímpico de Múnich. Sin embargo su mayor frustración, tal vez, tuvo lugar también en unos Juegos Olímpicos, precisamente los de Moscú 80, donde fue uno de los portadores de la antorcha y luego, sin Estados Unidos en competición, sufrieron la humillación de tener jugar por el bronce, relegados por Italia y Yugoslavia, a la postre campeona. Y bueno, quien pagó los platos rotos fue la España de Díaz Miguel, que hubo de conformarse con la cuarta plaza, no obstante un excelente resultado que anticipaba grandes éxitos posteriores.
Ahí ya se le vio vejete al profesor Sergei. A las siguientes citas ya acudieron los Sabonis, Valters, Homicious… que tomaron el relvo y mantuvieron el orgullo rojo en todo lo alto por varios años más, culminando con otro oro olímpico, el de Seúl 88, también descabalgando, esta vez en semifinales, a los universitarios americanos, que ya no volvieron a unos Juegos. Pero eso Belov ya lo vio por televisión. Pocos años después sería presidente de la federación rusa.
Ya era un mito pero ahora además ejerce de ello, como Cosic, Petrovic, Delibasic, Martín… si consiguen llevarse bien, menudo equipo van a montar por ahí arriba.
Me acuerdo de aquella canasta polémica que le dio el triunfo a la URSS. Belov, todo un mito. Pero yo me quedo con Eremin. Y Berkovich en Israel.