El Expreso Nórdico, Capítulo VI
Para siempre me quedará la pregunta: ¿qué demonios contendría el sobre que aquella señora quiso darme en la estación de Lund, pidiéndome que lo entregara en una supuesta dirección de Copenhague? Mi excusa era fácil y a la vez inapelable, “mire, yo no soy de allí y no conozco bien la ciudad, así que no voy a poder cumplir bien el recado”. Tampoco sabré si al final la mujer encontró a su cartero, si esto es práctica medianamente habitual por aquí, si simplemente estaba trastornada o si sus propósitos eran acaso dudosos.
Nos disponemos a tomar el tren que nos devolverá a Dinamarca, y montados en el habremos de cruzar por segunda vez el Puente de Öresund. Que no verlo, porque también por segunda vez constataré que no es posible desde la línea férrea, la cual transita justo por debajo de la carretera, aparte de que antes y después de afrontarlo se pasa un túnel, que forma parte de la obra. Tan sólo eres consciente cuando ves que viajas por encima del mar, y no deja de impresionar, son 8 km prácticamente volando sobre esas aguas, el resto de los 16 km entre ambas costas se hacen por debajo. En las tomas áreas, se aprecia que por el lado danés el puente desemboca en una isla artificial, expresamente construida, y allí se mete literalmente dentro del mar. Pero desde dentro ni te das cuenta. Así que las únicas vistas que conservaré de él serán las lejanas que obtuve desde las alturas de Copenhague a las que me subí. No obstante, ya pasa a formar parte de la colección de soberbios puentes, de tan infinitamente diversos estilos, que en mi vida he cruzado. Este fue inaugurado el 1 de julio de 2000 y ha servido para cambiar bastantes cosas: la fisonomía política y comercial de Europa ya que, sin él, ni Suecia ni Finlandia tenían conexión terrestre con la Unión Europea; y la sociológica, ya que ha homogeneizado la vida entre los dos lados del Estrecho, y de hecho son muchos los daneses que se han ido a vivir a ciudades suecas porque allí las casas son más baratas. A Hyllie, la primera tras la ¿frontera? o al mismo Malmö, que queda a 20 minutos de Copenhague. Como si, de alguna manera que me da por pensar, el viejo reino estuviera ahora emprendiendo la reconquista del territorio que fue suyo y los suecos les ganaron cerca de cuatro siglos atrás. Eso sí, lo harán en ferrocarril porque los 47 euros que cuesta el peaje para cruzarlo en coche ciertamente echan para atrás.
El caso es que hemos vuelto a circular por la derecha –en Suecia los trenes van por la izquierda- y a las coronas danesas, en la estación cambio las pocas SKK que me han quedado, teniendo en cuenta que ya hemos pasado por el cajero. Por cierto, no quiero dejar de contar que por aquí, tanto en un país como en el otro, todo el mundo paga con tarjeta. Ya sea una cena, una cerveza o una salchicha en un puesto callejero. Cosas del nivel de vida, supongo, ni se preocupan del dinero que les queda y no van a perder tiempo yendo al banco. Esta vez me alojo en el Hotel Ansgar, no porque el de la otra vez no me hubiera gustado sino porque ya tenía previsto cambiar cuando hice el plan de viaje. Este está justo al otro lado de la estación, ya en Vesterbro pero en un reducto muy tranquilo a escasos metros de la canallesca. Ya me conocía perfectamente el camino, quizás por eso, o por volver a recibirme el griterío del Tivoli y que todo me empieza a resultar familiar, me entra cierta sensación de vuelta a casa. Como si ésta lo fuese y como si llevara mucho tiempo fuera, y en realidad sólo me he ausentado tres días que, eso sí, han resultado intensos.
Aguanta el verano en Escania, pero el día viene con chaparrones traicioneros, tanto por la mañana –espesa y empleada en plácidos paseos por la Ciudad de las Ideas, a ver si éstas se me aclaraban- como ahora por la tarde, que decido no sea muy pretenciosa, luego se tornará más bien melancólica, y me recreo en el brillo especial que los suelos y las fachadas cobran con la lluvia repentina. Me doy cuenta de que pronto empezarán las despedidas. La más importante, la del buen tiempo. En NyHavn, en la terraza de siempre, que en realidad es un pub escocés que por dentro parece una señorial casa de otra época, Anika Simonsen tuerce un poquito el gesto como avisando de que esto se termina. Y cenando en Le President –para certificar que estamos de vuelta con todas las consecuencias- me enteraré de dos cosas: que Magdalea es polaca y que hoy es su último día de trabajo, se marcha a vivir a Noruega. Pienso que si algún día tengo una carta para ella, de buen gusto se la llevaré en persona. De momento me queda tomarme dos cuba libres de postre servidos por Therese –que pronunciado por ella ni te enteras que es Teresa y en verdad no sabes si es un éxtasis o un absoluto pecado- y, sin quererlo, colarme un poco en la mini-fiesta de despedida.
De Pancho Belaunde en el Streckers no hallaré quien me diga ni media palabra, hoy toca un grupo de tres y mañana –que anuncian hora feliz para toda la noche- un quinteto que ni cabrá en el mínimo escenario, más pop jazz éste último, más bien indefinido el que escucho ahora, pero a ambos les gusta el Englishman in New York de Sting, versiones más o menos acertadas pero, en todo caso, qué verdad es que siempre hay que procurar be yourself no matter what they say. Por esto será que, después de investigar algún que otro garito, decido terminar el sábado noche en el Mojo, donde se está plenamente a gusto, se puede fumar mientras se escucha blues o escucharlo mientras se fuma, a gusto del consumidor –la ley que decíamos, aunque lo de los 40 metros2 aquí sinceramente no lo veo- y hay dos camareros, borde él y encantadora Laura Bergreen. “¿a qué hora cerráis?” – “A las cinco”. ¿Y mañana abrís? – “También, todos los días hasta las cinco”. Pero mañana tampoco hallaré quien de ella me diga, y tampoco tendré una carta que llevarla. Decidí no ser el cartero de Öresund y ahora no sé si arrepentirme.