La estación de tren de Kastrup, el aeropuerto de Copenhague, ya es una declaración de intenciones: si te pones en un andén vas al centro de la capital de Dinamarca; si te sitúas en el de enfrente, a Malmö, en Suecia. Tres horas antes ya me había hecho la pregunta de rigor: ¿qué hacía yo embarcando en el vuelo 3705 de Norwegian que me ha traído hasta aquí? Será mi primera experiencia nórdica, que no el sitio más al Norte donde haya estado, ese era y sigue siendo San Petersburgo. Lo que pasa es que aquella ciudad vino a materializar la vocación del zar Pedro el Grande, que quiso que Rusia mirase a Europa, y la mandó hacer más como un París o Viena en aquella latitud y a orillas del Mar Báltico, que de estilo propiamente nórdico.
Es un aeropuerto inteligente, quiero decir bien diseñado y concebido, recuerda en cierto modo a Schiphol, el de Amsterdam, con ese concurrido y sin embargo diáfano hall en el que encuentras perfectamente adónde has de dirigirte según vengas, vayas, busques el tren, el autobús, un taxi, quedarte de compras o pararte a tomar un café. Y la zona de embarque tenía su terraza donde salir a fumar, detalle que se agradece, enfrente justo de la oficina donde procederemos al cambio de moneda: mis primeras coronas danesas se cuentan por 1.300, apostemos cuánto nos duran. Acierto el andén a la primera, pero como no me lo creo, vuelvo atrás para constatar que, en efecto, ese es el que me ha de llevar a la estación central de Copenhague en apenas 10 minutos.
Aquí empezará a escribirse esta historia, que iremos desgranando en los próximos días. Y sí, la voy a llamar El Expreso Nórdico a pesar de que la imagen que ilustra esta entrada sea un barco vikingo. Ambas cosas tienen sentido: el transporte ferroviario será elemento fundamental y recurrente en esta mi primera vez en Escandinavia, pero no iba a encontrarme en todo el viaje un vehículo más espectacular que este, y por eso lo elijo de portada. Aunque para eso aún falten unos días. Lo iremos contando.
Byenrique 