Cada uno tendrá su preferida o la que le sugerirá más, pero no puede negarse que A Coruña es una ciudad de torres. La del Milenio, obelisco clavado en el cielo y enclavado en la vertiente Oeste del paseo marítimo –13,5 km de ná-, nos apareció partida –no herida todavía- por un rayo del pletórico Sol que nos recibió. La Torre de Hércules se erigía ya mucho antes en lado opuesto, y a sus pies se reconoce a Carlos III, que mandó restaurarla en el siglo XVIII y le dio su forma neoclásica. De como originariamente fue cuando los romanos parece la reproducción que preside uno de los fondos del estadio de Riazor, más altas habrán caído pero esta –o más bien lo que representa- anda tambaleándose últimamente, miren que allá cerca abre el restaurante El Manjar, donde Lendoiro se dejó la cuenta de 100.000 euros, dicen que en tortillas, que ya son. Y más firme y radiante se muestra la de Estrella de Galicia, que se alzaba sobre la mesa de una terraza de la céntrica calle Galera, aunque, paradojas de la vida, resultó ser la más efímera, de hecho puedo asegurarles que ya no existe.
Ya digo, cada quién se queda con la suya. A mí me tocó visitarlas en distintos días y momentos, con distinta climatología y no digamos estado de ánimo. Pero nunca faltó un respeto por lo que son y lo que representan. Al menos en tres de los casos. A la cuarta no la respeté ni un minuto, bueno, es que en realidad había tantas como ella… y a saber si acabará siendo la única torre que no se extinga nunca, y si alguien tiene dudas, que se dé una vuelta por La Cervecería, en lo que fue la antigua fábrica de la cervecera gallega. Porque a ver si este futuro nos depara hasta lo que no nos imaginamos. Será la crisis, será que era martes, pero aquella mi primera noche las marisquerías de la calle Franja se veían más bien vacías y en cambio las peceras aparecían llenas. Como ese ecosistema se altere –me dio por pensar- esos bichos se van a reproducir desmesuradamente y terminarán por devorarnos a nosotros. Lo que cambiaría el cuento, y no neguemos que sería una histórica revancha por su parte. Pero no me veo convertido en el jugo de la cabeza de una centolla, más que nada porque al final terminaré rociado de Jerez en el plato de un banquero, los únicos humanos que sobrevivirán a la hecatombe. Así que opté por unas suculentas navajas en O Celeiro –buena recomendación, Oñate– bajo la atenta y recelosa mirada de esos monstruos.
Y seguí pensando y recreando historias con las torres de A Coruña. Las eternas, las partidas, las efímeras…