Eric Verschuren (*) es un auténtico borde, el señor con piercing en la oreja que despacha los biletes en la estación de Amberes me acaba de echar una bronca soberana porque me creo que puedo hacer lo que me dé la gana con los trenes de Bélgica, y esto no es así. Antes de mandarle a Jaraiz, cuento hasta cinco –que hay cola detrás- y le digo que mejor me voy a pensar lo que hago, no sin espetarle un “muy amable, ¿eh?” según me voy muy… sí, muy flamenco. A ver, tranquilicémonos. Me guste o no me guste, me parezca justo o no, es lo que hay y este señor es el que sabe –no yo- cómo funciona esto. Así que trágueme el orgullo, vuelva a la cola y pídale simplemente un billete para Gante, después ya decidiremos si de allí nos da para ir a otro sitio pasando otra vez por taquilla. Cuando nos volvemos a encontrar frente a frente, no sólo yo he recapacitado. Conciliador y armado de paciencia, me dice que es por mí, no por él, y me explica con todo detalle, me instruye en esto de la somótika por aquí y somótika por allá, hace cuentas, me las muestra en pantalla, que él lo que quiere es me salga mejor, y finalmente me da mi billete, sólo ida, por 7,50€, que si no me hubiera costado 9€. Y quedamos todos tan bien, le doy las gracias sinceramente. Evidentemente se refería al Summer Ticket, tarifas especiales para los que viajamos en verano.
Pero la cuestión es que hoy será el día de Gante. En unos 50 minutos llegamos, pasando por localidades de nombre familiar como Lokeren, Beveren… Un consejo práctico: hay dos posibles estaciones para bajarse, Dampoort y Sint Pieters, bien pues aunque la segunda es la principal, la que nos interesa es la primera por muy cutre que nos parezca, ya que es la que queda infinitamente más cerca del casco histórico. Lo que pasa es que Gent es una ciudad muy considerable, de 243.000 habitantes, y no se queda sólo en las piedras. Nosotros hemos acertado pero de pura casualidad, no vayan a creerse.
Sin recurrir a rimas fáciles, vale cualquiera de las primeras que vengan a la cabeza al pronunciar el nombre de esta ciudad. Perfecta sintonía de arquitecturas –románica, gótica, flamígera, renacentista… un solemne baile de torres y edificios admirables por todas sus caras y aristas. Entrando por la Iglesia de Sint Jacobs ya te acercas a las dos referencias que llevas tiempo viendo, el magnífico Campanario –Belfort- con su dragón dorado en lo alto, y la estricta Catedral de San Bavón –y van cuatro-, ya metido en faena y sorteando inevitables obras te encuentras el Ayuntamiento, la Iglesia de San Nicolás, el antiguo Palacio de Correos… y un sinfín de torrecillas, casas principescas y fachadas que parecen cosidas a mano delicada más que levantadas por rudos trabajadores. Y la Historia. Aquí nació Carlos V de Alemania y I de España, en la Catedral fue bautizado, en el castillo de Gravensteen creció y recibió minuciosa formación para todo el poder que estaba destinado a heredar; no queda rastro sin embargo del enclave donde vino a este mundo. Es curioso, ahora caemos en la cuenta, hace apenas dos semanas estábamos caminando por las tierras que vio por última vez, en la Comarca de la Vera, donde fue a retirarse, y avistábamos a lo lejos el Monasterio de Yuste, donde fue a morir. Pero esto pertenece a otra historia, que estamos contando paralelamente. Me da por preguntarme si nos persigue el Emperador o más bien le estamos persiguiendo nosotros a él.
Puedes pasarte ¿horas? no, días desgranando todo lo que se concentra en este digamos kilómetro cuadrado de ciudad. El Cordero Místico de los hermanos Van Eyck habita en el recargado interior de la catedral, la subida al campanario es obligada, resultaría agobiante esa angosta escalera de caracol si no fuera porque cada piso es una parada, el viejo dragón erosionado en el primero, y en el cuarto un éxtasis para los aficionados a la relojería y la ingeniería observar el funcionamiento del soberbio carrillón. Arriba está bien pertrechado pero el paso es muy estrecho y se hace eterno si coincides con una familia entera de italianos, que ya saben lo que eso significa. Las vistas para recordarlas, no tuve ganas de hacer fotos. Sí las hicimos desde el Puente de Sint Michel, unas con tranvía y otras con bicho, y cómo no bajar a Graslei, el Muelle de las Hierbas, donde todo tiene sentido, antiguo puerto medieval y hoy un plácido canal rodeado de todo ese skyline –con perdón- de piedra, rozar la paz de sus aguas en una terraza de parada técnica imprescindible.
No se acaba Gante aquí, ya digo que tiene mucha ciudad y mucho interesante por ver, la parte moderna no pierde su semblante pintoresco en un intento por no desmerecer, hoy el día ha salido más fresco, con ratos nublados, lo que invita a pasear y recorrer, no pesa la mochila, no vierten gotas nuestros pasos aparentemente. De vuelta al centro nos sentaremos a comer en una de las tentadoras terrazas de la espaciosa Koren Markt, frente al edificio de Correos que, como casi todos, hoy es un centro comercial. Anna Vanderaerden (*) es pelirroja y encantadora, una máquina de activa y de simpática, habla cinco idiomas –no español- y no pierde la sonrisa ni la conversación con la cantidad de mesas efervescentes que tiene para ella sola. Suculentos spaghetti con tacos de pollo al estilo Gent, muy claritos y suaves, todo lo contrario que una Westmalle Doble, pura esencia trapista. Un buen rato hace mejor una buena comida, y viceversa. El vano paseo para encontrar la estación de Sint Pieters –aún no sabíamos que quedaba tan lejos- nos permitirá patear nuevos barrios y conocer más, pero también nos obligará luego a desandar para finalmente volver por el Dampoort por donde habíamos venido, agotados y, ahora así, sudando la gota gorda. Vas alejándote en el tren y no eres capaz de dejar de mirar las últimas torres que se escapan de tu vista. Habiendo estado aquí, ya comprendes que no tenía sentido otro plan para hoy.
De vuelta, duchados y recompuestos, el día está hecho. Nos vamos sabiendo las calles de Amberes por donde más nos gusta deambular, donde apetece parar. Aprecias cada vez más la sombreada terraza del Bar Decó en un tranquilo reducto trascatedral, Graciella Van Impe (2) va y viene en su bici dejando ver sus ágiles blancas piernas de escaladora –perdón, en el anterior capítulo la habíamos llamado Adriana, ya lo hemos corregido. Y ya vamos acertando con los sitios que dan buena comida local, en el Van Dijck nos sirven un Frikadellen Krieken, albóndigas con guarnición de cerezas calientes, y una robusta Korsedonck Agnus de botella. Pero todavía nos queda mucho por aprender, ya lo verán.
(*) Nombres ficticios, ya se imaginan.
(1) Y este también sigue siendo ficiticio, no se crean.