Empecemos por contar que en el centro de Bruselas, a las nueve de la mañana, te da la sensación de que es más fácil tomarte una cerveza o entrar en un sex shop que encontrar un sitio donde desayunar, si no lo tienes contratado en el hotel. Pero con un poco de paciencia e insistencia, todo se consigue y finalmente encuentras el sitio ideal.
Pero vamos a lo importante, que esta vez va detrás de lo urgente. Ya decíamos que algo estaban preparando. Vamos a reconocer que, en el planteamiento inicial del viaje, el paso por Bruselas cumplía una función meramente técnica. Era el sitio por donde entraríamos y por donde saldríamos de Bélgica. Teniendo en cuenta que llegábamos un lunes muy tarde, que queríamos alargarnos hasta Lieja, desde allí más accesible, y que siempre cualquier excusa es estupenda para hacer una parada en ese monumento coral que es la Grand Place, se justificaba alargar la estancia en la capital un día más. Lo que no nos esperábamos era esto. La estación central de trenes está a un tiro de piedra de este enclave, y nuestro hotel a dos tiros por el otro lado. Así que vamos a estar pasando por la Grand Place como quien cruza la calle para ir de casa al colegio y del colegio a casa. Por la mañana, algo seguía tramándose. Por la tarde, de vuelta de la estación, ya lo habían hecho: el espectáculo. La plaza cubierta por la inconmensurable alfombra de flores que tantas veces habías visto en las postales, en las guías, en cualquier foto o cartel de presentación de esta ciudad. A ser sinceros, nos felicitamos de encontrárnosla así y por supuesto nos hicimos sitio a empujones para sacarle fotos, pero la verdad, tampoco éramos conscientes de lo especial del momento. Pensábamos que esto era más habitual. Y luego ya supimos que la celebrada escena no se repite más que unos pocos días de agosto… cada dos años. Ahora ya sabemos que fue una gran decisión quedarnos un día más aquí, vamos que lo hemos clavao. Si lo hacemos adrede, no nos sale igual.
Y antes de que pasara todo esto, el argumento principal del día, ya digo, era Lieja, Liège o Luik, que aunque se use menos este último nombre, viene bien saberlo para encontrarlo en los paneles de horarios de salidas en holandés. Se tratará de nuestra única incursión en Valonia, si exceptuamos la dual Bruselas. Esto significa que aquí los letreros sólo se exhiben en francés. Una hora de tren nos permite apreciar que, en efecto, este país tiene “montañas” por su flanco Este. Esto es, ligeras lomas que son las que dan lugar a los llamados muros, subidas cortas y muy empinadas que animan las clásicas ciclistas de las Ardenas y, por ejemplo, donde Induráin sembró una vez el pánico en el Tour de Francia, camino precisamente de esta ciudad. Que también tiene, por así decirlo, dos alturas. Paradojas de la geografía y de los usos, lo mismo que en Argentina le llaman cerro a un colosal pico de 4.000 metros cubierto de nieve perenne, aquí le llaman montaña a cualquier elevación del terreno. Y en Lieja es la de Bueren, donde reside la ciudadela, un nivel por encima del casco urbano en sí, y a la que se puede ascender, por ejemplo, por la Rue de la Montaigne, como no podía llamarse de otra manera. Echando unas cuantas gotas, desde luego.
Pero hay un buen llano hasta llegar aquí, un señor paseo desde la modernísima y flamante estación de Guillemens, discurriendo paralelo al río Mosa (Meuse, Maas), con buenos puentes para alargar y de paso alegrar la vista, con la Basílica de San Martín –en lo alto de la citada ciudadela- como referencia a la que se dijera que le cuesta dejar de ser lejana. En cuanto empiezas a pisar el casco antiguo te cambia el espíritu, es ese derroche de animación al que cuesta tan poco acostumbrarse. Y sorprende lo escondida que está la fenomenal Catedral de St Paul, más que encontrarla la sorprendes dentro del laberinto de calles atestadas de terrazas, tiendas de comestibles y tiendas, en fin, de todo. Sentado a comer, el camarero, un belga tipo que bien podría llamarse Francoise Van de Elst, me propone una Curtius, vamos a entendernos bien, una cerveza genuinamente liégeoise, rubita de sabor levemente afrutado, incluso con cierto regusto achiclado, que entra fresquita y delicada, se sirve en copa pequeña porque tiene su contenido, vamos a decirlo así, y después de dos, la segunda con la comida, te echarías la siesta sobre cualquier motivo horizontal. Espesa viene la tarde, se ha nublado y hace bochorno, menos mal que ya lo teníamos todo prácticamente andado, incluida la mencionada escalada, la catedral es mucho menos discreta por dentro que por fuera, dejémosla en espléndida, y el claustro un remanso en medio de todo ese bullicio. Queda el paseo de vuelta a la estación, esta vez lo hacemos bordeando un parque que nos refresca muy oportunamente porque las gotas caen cada vez más densas, la ropa empieza a pesar, la mochila a crujir, nos hemos visto Lieja sin plano y con un par de…
De vuelta, no será la alfombrada Grand Place la única sorpresa. Buscando mesa libre en una terraza –todo un desafío al sol de las ocho de la tarde- la encontramos en un bar de aspecto modernito que se llama Moeder Lambic, en la Plaza Fontainas. Hasta ahí todo normal, el shock viene al abrir la carta de cervezas. Ni una marca que nos suene ni por asomo. Clasificadas en rubias o tostadas, ligeras o fuertes, amargas o dulces, de fermentación doble, triple, espontánea… total unas ¿30, 40…? Todas de barril, todas bruselenses, lambic justamente se denomina la que se elabora allí, eso lo sabremos después. Me tomo una Taras Bulba, rubia, ligera y amarga, que cae en tres potentes tragos; por la noche, después de cenar, volveré para tomarme una Arend Tripe, rubia, fuerte y dulce, más pausadita. En el anterior capítulo citaba a Memeth, el turco del restaurante, que me recibe con los brazos abiertos. No será la mejor Kofta que he comido, ni mucho menos, pero el chaval se portó bien. La noche se promete movida, larga y hasta incendiaria por todas estas calles, pero uno ya anda cansado del trajín y de las emociones. Y mañana cambiamos de plaza. Por cierto, ya arreglaron el problema con la llave de la habitación. Buen personal, ya digo, el del NH Atlanta.