Hace ya un tiempo que, desde donde quiera que se encuentre, a William Shakespeare le ha dado por mandarnos piezas teatrales con toda su esencia, pero de contenido futbolístico. Hace cuatro años nos pintó a todo un Rey Terry resbalando fatídicamente al pie del último peldaño a la gloria, siendo condenado a la miseria minutos después por el villano Anelka, todo ello en un escenario de furiosa, inmisericorde lluvia sobre Moscú. El sábado nos brindó otra representación magistral, esta vez en Múnich. Antes, escrito había dejado que para el altivo capitán blue perseveraría la maldición, no sólo su otrora intachable honor vería mancillarse a lo largo de los cuatro años siguientes a su desliz, además el destino dictó que si tenían otra oportunidad de conseguir esa ansiada Copa, él ya no sería quien la levantara. Por lo demás, el dios fútbol que aquella vez y durante años castigó sin piedad a aquel bravo y ambicioso Chelsea, decidió premiarle cuando menos lo mereció.
Se confirma que los clubs ingleses siguen siendo el martillo pilón de los alemanes en la Copa de Europa. Y que el Bayern Múnich, otrora envidiado por su suerte y su impronta invencible, ha dado en convertirse en el mayor acaparador de desgracias en este torneo. Será una maldición de Beckenbauer, o vete a saber si del mismísimo Reina, pero lo cierto es que después de aquellos imperiales setenta, han sufrido la injusticia de Rotterdam en el 82, la imprevisible afrenta del Oporto en el 87, y la ya sobrenatural del Manchester United en el 99. Sólo Cañizares, Carboni y Pellegrino vinieron a aliviar un poco su sufrimiento en 2001. Ahora han añadido otra muesca dolorosa a su orgullosa historia: parece imposible jugar una final en casa, marcar el 1-0 en el minuto 83 y no ganarla; que te concedan una pena máxima en la prórroga y fallarla; adelantarte en la tanda de penaltis… y perderla.
Esta vez Shakespeare se ensañó con Robben, ya para siempre carne de cañón en las grandes finales. Y le otorgó el papel de héroe a Drogba, otro que ha pasado por trances inconsolables en su carrera, por ejemplo en la final de la Copa de África este mismo año. Tampoco ha dejado en muy buen lugar a Neuer, que se presentó en la ruleta rusa con aires de artífice y se quedó en artificio, agujereado por su propia bala; y sin embargo Cech, que juntó papeletas para ganarse la papeleta de bufón al tragarse el gol presuntamente decisivo de Müller, acabó de galán con la dama orejuda en sus gruesas manos. Por su parte, Lampard estuvo ahí para ejercer con solvencia su oficio de legítimo heredero, ni falló hace cuatro años ni falló ahora. Caprichoso es don William, pardiez, pero con él se portó.
Esta vez los bosques no se movieron, y por fin Londres ya puede celebrar una Champions League. Después de tantos años de no olerla y en cambio verla volar hacia Liverrpool, Manchester, Nottingham, Birmingham… hasta Glasgow podía presumir de una, tamaña era la deshonra. Ha ido a caer en el barrio más elegante de la ciudad –o uno de los más- y la ha levantado su equipo más italiano. Que no es de ahora, le viene de largo el estilo, por lo menos de los dos años que lo entrenó Vialli y luego cuatro Ranieri, antes de que llegara Abramovich con el bacalao a la portuguesa. O tal vez sea de cuando aquel tal Bonetti, inglés no obstante, que defendió su portería durante 18 años; o quién sabe si de cuando decidieron vestir de azul, o hasta de cuando abrieron más o menos por allí cerca el Luigi Malone’s de las pizzas inconmensurables.
El caso es que el Chelsea fue el sábado, como en las semifinales, el que menos buscó, el que menos propuso, el que lanzó un corner, cazó el empate a dos minutos del final y esperó pacientemente a los penaltis. Pero dios o demiurgo, como prefieran, el fútbol manda, rige y reparte. Sextos en la Premier League, posiblemente cuando menos la esperaban, después de tantos años, tantos millones y tantas semifinales tiradas al río, la Champions llamó a su puerta. Y aunque les pilló con la gabardina puesta, a punto de salir a comprar futbolistas nuevos, todavía estaban en casa. La tienen, y en Stamford Bridge esta vez no hay dilema que valga.
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