Sin monumento

Se van a cumplir 20 años de un acontecimiento que nos cambió la vida. Y para ese aniversario, no tendremos un hito físico que lo recuerde.

El 11 de marzo de 2004 no se nos va a olvidar nunca. En realidad, no necesitamos en Madrid ni en España ningún monolito ni escultura. La huella, profunda, la tenemos en el corazón. Aún así, el Ayuntamiento de esta ciudad decidió erigir el monumento que los entonces Reyes y los entonces príncipes inauguraron justo tres años después junto a la estación de Atocha. Ahí ha estado… hasta hace unos pocos días.

Se nos ha dicho que las obras de ampliación de la línea 11 de metro obligan a rediseñar el espacio urbano en torno a la estación, y en ese plan, el monumento no tiene cabida ni razón de estar. Para decirlo más claro, estorba. Porque no bastaba con desmontarlo temporalmente y después reubicarlo. Se ha hecho necesario destruirlo. Los ladrillos de cristal van a ser repartidos, dicen, entre los familiares de las víctimas y quien desee guardar uno en su casa. Uno de los arquitectos se ha quejado amargamente.

Prometen el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid repensar el objeto de recuerdo a las víctimas, consensuarlo con las asociaciones, y si procede, instaurar un nuevo memorial. No hay fechas, ni mucho menos ideas.

La estética del monumento pudo ser controvertida, es cierto. No le hizo ningún favor el tráfico en torno al que fue levantado, y a la inversa, puede que éste tampoco se viera favorecido por la isleta que lo acogía. Pero lo cierto es que el proyecto resultó ganador de un concurso internacional al que concurrieron 280 propuestas. Se supone que por algo eligieron esta. Digamos que por fuera, sobriamente, recordaba. Por dentro, emocionaba.

Una vez, hace un tiempo, un canadiense me preguntaba por qué en España nos da por homenajear a los terroristas. Se refería a todas esas estructuras que tenemos levantadas por nuestra geografía allá donde un día se cometió un atentado. Le argumenté que a quien pretendemos recordar es a las víctimas, pero su respuesta fue que más de un terrorista se sentiría muy satisfecho de que se recuerde su “obra”.

Puede que tenga razón, o en parte, pero lo cierto es que aquí nos gusta recordar así la historia y mantener vivos nuestros dolores. Y el 11-M es uno de los días que más nos duelen. En un país que ya acumuló muchos otros días de dolor durante mucho tiempo. Sí, señores jueces, aquí sabemos muy bien lo que es terrorismo.

El caso es que siempre, a lo largo de estos 20 años, ha cundido la sensación de que hay a quien aquel atentado, además de doler, que no lo dudo, molesta en la memoria. Molesta el recuerdo, la evocación. Y a lo mejor, molestaba el monumento.

La perspectiva no se ha perdido. Lo que pasó el 11-M fue que asesinaron a 193 personas, hirieron a 2.000, destrozaron a cientos de familias y nos dejaron helados a todos los madrileños y al resto de españoles. Y por más que queramos convencernos de lo contrario, la vida no ha vuelto a ser igual desde entonces.

Pero hubo para quien pasaron más cosas ese día y los siguientes. Y parece que todavía es de esas cosas de las que se acuerdan más, y no tanto de lo que realmente pasó. Parece, digo.

A lo mejor estoy equivocado. Posiblemente sea verdad que el desmantelamiento -destrucción- del monumento a las víctimas del 11-M se debe estrictamente a razones de índole técnica y urbanística. Y que en cuanto terminen las obras y sea posible, se reinstaurará otro memorial que ya no podrá ser el mismo. Más solemne, más bonito… ¿Se convocará otro concurso al efecto? Déjenme que juegue a ser ingenuo…

En fin, el tiempo dirá. Podremos debatir si recordamos los atentados, todos, o recordamos a las víctimas, todas. Podremos discernir sobre la mejor manera de recordarlas. Y en el caso concreto del 11-M, qué hacemos para que la memoria perdure y la referencia no se pierda.

Salvo que haya quien, más que debatir, discernir o reflexionar, directamente mande y decida.

Lo que es seguro es que en unos días vamos a conmemorar los 20 años del 11-M. Sin monumento.

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