Es mi Madrid. Pero es así. La ciudad en la que nadie se siente extraño, y sin embargo es extraña en sí. La que sabe vivir y fluir, conciliar la desdicha, aliviarse en el agobio y levantarse de cualquier desastre. La que disuelve sus penas en un cafelito y estalla en vasos espumeantes valga la menor excusa. La que no ha perdido su vitalidad en los tiempos más negros, no se ha asustado con los avisos más desalentadores, las premoniciones más adversas, y le ha soltado un sopapo al enteradillo agorero. La que se lamenta a diario y celebra cada día. Pero a la que a veces no aciertas a comprender.
En la que se vive y sobrevive a la vez. Madrid se expresa en un rugido violento y a la vuelta de la esquina deja descubrir un remanso de paz y trinos piadosos. Rezuma libertad los domingos y en víspera de lunes se encoge en los pórticos de iglesias que huelen a mustia antigüedad, se aferra a estampas de santos que suplican una moneda de pan. Se agrietan ilusiones marchitas en las paredes húmedas y se recitan sermones o historias que nunca se escribieron, tal vez sucedieran, pero a saber cómo se contaron. Por el pasadizo del mercado de Antón Martín se regenera el pasado y convive el nuevo mundo con el de siempre. El que va a venir y el que no dejará de estar.
No le gusta a Madrid que la adulen. Está acostumbrada a que la maldigan cada cinco minutos y sin embargo se sabe más querida a cada tramo de vida que se recorre por ella. Parece que te ignora porque no eres nadie, y tarde o temprano te das cuenta de que simplemente te deja en paz y hacer tus planes. No dice hola como nunca dirá adiós, todo lo más un “taluego”. Aunque ya no te vuelva a ver y lo sepa. Parece que corre frenética y sin embargo no te arrastra si no quieres, te deja caminar despacio y pararte a contemplar su caótico paisaje. Eso nunca lo conseguiste en Nueva York, en Londres ni posiblemente en Shanghái. Aquí se funde la mañana con la tarde, la noche y de nuevo la mañana sin solución de continuidad. Y no me vendan que otras urbes también tienen esto, porque no.
No se advierten fronteras aunque se intuya que existen. La ciudad regia y señorial asiste impávida a corrientes de plebes que asaltarían bastillas con la natural cotidianeidad de quien acostumbra a tomarlas todos los viernes. No se inmuta porque ya sabe lo que va a pasar, esto es, nada o poco más. Por la Gran Vía desfilan pelotones diversos, los que te besarían, los que te fusilarían y los que no saben ni contestan, sólo caminan con el móvil por delante. De Cibeles a Callao, a la diestra a todo color y a la siniestra descolorida, sin dejar de recordar todo el tiempo que vistió de riguroso blanco y negro. Todo vale y se tolera bajo las estrechas franjas de cielo azul oscuro. Por lo menos, hasta que vuelvan las rebajas en Sepu o en Simago.
Humea el Madrid libertino en las chocolaterías, el burgués se explaya en las terrazas de Chamberí. Es tan delgada la línea que separa Malasaña de lo urbanamente correcto, que en realidad la hemos cruzado siempre sin reparos y sin reparar. Si se encuentran todos en un after hours, será imposible distinguir a unos de otros, tan cierto es que la madrugada nos iguala a todos. Por la calle Goya subirán igual de sonámbulos una abogada del Estado que un profesor de universidad. Hubo un tiempo en que ambos, como los poetas y los dramaturgos, los cardiólogos y los cirujanos plásticos, podían compartir mesa y debate en un ilustrado café. Puede que el problema no sea ya por ellos, es que están en vías de extinción aquellos cafés. Y vaya si se resiente la democracia cuando las tertulias han de trasladarse a los Starbucks.
Viaja en taxi la nostalgia de una ciudad más recta y decente, aquel Retiro por el que circulaban los coches. Hoy ni a los de discapacitados dejan pasar, reconoce el concejal que “es una cagada”, pero nadie se ha tomado el tiempo ni la determinación de limpiarla. En la barra de la Cruz Blanca podías codearte con cualquier mamarracho ideológico y nada tenía que pasar, más allá de que te cubriera la cara de perdigones impregnados de la decimotercera caña. Tales juegos es imposible practicarlos en una tienda de Orange. La única posibilidad de codearse que tiene hoy el ciudadano será en una sala de apuestas de las que copan las esquinas y los locales que un día fueran emblemáticos. Se montó en Moratalaz y llegando a Manuel Becerra se tuvo que bajar. El taxista también soltaba perdigones, pero estos no eran de cerveza.
Y sí, hay un Madrid al que algunos quisieran desterrar, y otro que no hace caso, sólo se preocupa de salir y no entrar, llenar las calles y sentarse al fresco. Pero hay un Madrid más, ese que no salía en las postales ni ahora en las imágenes de Google. Reside y circula lejos de los focos, en las puertas traseras, más allá de los túneles y el infierno rodado que marca la divisoria entre lo visible y lo ignorado. Ese que cuando osó asomarse a las plateas y los palcos, a ver si era verdad lo que le contaban, vinieron diligentes a nivelarlo por abajo. Les cortaron las alas que entendieron que no les correspondían, no pretendieran volar más alto de lo que debían. Ahora ni gritan. Dormitan adosados y aglomerados, y cuando llega el día, prefieren quedarse en casa. Total, si van a ganar los de siempre.
No conseguiré entenderla. Toda esa energía desbocada, ese soltarse el pelo… y a veces parece mi ciudad empeñada en reafirmar la España que echó por tierra todas las oportunidades históricas que tuvo de avanzar y convertirse en moderna y envidiable. Todos aquellos intentos bienintencionados y bien argumentados que terminaron aplastados. Debidamente sofocados por las rancias inercias de siempre, sí. Sí, pero con el apoyo y el fervor incondicional de muchos de aquí. A los que dieron las gracias por el servicio y una paternal palmadita en la espalda. Pero nunca se lo pagaron ni se lo pagarán.
Sí, Madrid sobrevivirá y se reinventará como siempre. Volverá a intentarlo. Pero no dejará pender sobre él la espada, ¿la de Damocles? O más bien la triunfadora imperial. Seguirá exhibiéndose arrebatadora, irreductible, abrumadora, afable, vital… Seguirás amándola a cada paseo, a cada fiesta improvisada y a cada salto de bar. De la Feria del Libro a la final de Champions, de la Semana del Orgullo al Maratón Popular. Pero nunca estarás a salvo, así de arisca puede ser, de que te lance el mandoble cuando menos lo esperes. De que en un momento dado prefiera venderse a un fondo buitre que entregarse al amor de millones de brazos abiertos ¿No hemos hablado del Madrid feudal? No siempre se le ve, pero está. Viene escondido en fechas señaladas, con nocturnidad, remontando al final.
Ay Madrid, todo lo que te quiero y todas estas noches que me dejas con el corazón al revés.