Venecia contigo

Qué profunda emoción. Bajaba el ángel y se posaba a nuestro lado. Quién nos lo iba a decir, estábamos juntos allí por fin, y todo lo que veíamos, respirábamos y nos rodeaba nos estaba pasando realmente a nosotros. Venecia era nuestra por un día en la vida, y ese cielo de Canaletto que tanto habíamos visto a distancia nos envolvía allí mismo. Nos había elegido para ser su invitado predilecto, apenas por unas horas que ya serían eternidad.

Descendía la gran luna por el canal. El carnaval había empezado y ya no nos volveríamos a ver. Nuestros rostros se habían vuelto inexpresivos, ya no sabríamos uno del otro si sentíamos placer o dolor. Solo nuestros cuerpos envueltos en vapores coloridos transmitirían alguna sensación. Hasta que dejáramos tal vez de seguirnos, confundidos entre multitudes indescifrables, y ni siquiera estaríamos seguros de ir de la mano o estar besándonos ciertamente nosotros.

Todo listo para el baile. Por Rialto bajaban ríos de profusos embozos y semblantes hieráticos, carrozas navegantes que avanzaban lo más despacio posible para dejarse ver. Mirábamos los rostros extremadamente blancos o plenamente dorados, las bocas selladas, buscando quién sabe si una pupila escrutadora o un rictus de recriminación. Pronto íbamos a no saber quiénes éramos, pero también nos albergaría la certeza de que no nos iban a descubrir. Nadie sabía que estábamos aquí, los miles de almas que desfilaban ceremoniosas tampoco parecían estar aquí.

Todo empezaba a ser verdadero. El brazo tendido que invitaba a salir al centro del gran salón era firme y sincero, las manos que descansaban sobre el hombro, las que ceñían la cintura, llevaban la seguridad de querer quedarse ahí. El tiento anónimo era indudable y tocaba a rebato. Flotaban los sentidos en un vuelo sin freno ni caída, el deseo llenaba el espacio y los suspiros crecían hasta rozar las techumbres del palacio. De estancia en estancia, la música sonaba más lejana hasta quedar silenciada por el delirio que no usaba máscaras ni antifaces.

La fiesta quedaba en silencio. Lo sucedido, en estricto secreto. Góndolas cansinas surcaban la tibia neblina del amanecer, los puentes rendidos, la marea bonancible y reparadora. Arlequines y colombinas se veían transitar en los vaporettos, ya nadie observaba, las miradas ausentes se desviaban al infinito. Las capas desmanteladas y los suntuosos trajes desarbolados, cuerpos latentes y efigies inertes. Se había esfumado la mentira y ni siquiera las palabras eran ya necesarias. Los rostros seguían velados, pero la pura locura se había quitado el disfraz.

Era Venecia contigo. A estas alturas ya no nos conocíamos, pero ahora sabíamos que nos amábamos de verdad. Hasta ese momento habían sido toda nuestra vida y nuestro amor un carnaval. Y cuando aquello terminase, cuando la Regata del Silencio circulase solemne y las campanas de San Marcos sentenciaran el retorno a la normalidad, así tan falso volvería a ser. Qué tristeza sin fin…

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