Fantasmas lejanos… ¿o no tan lejos?

Todos debemos cuidarnos, pero algunos más. Es verdad que, cuando se conoce una noticia concreta de un acto deshonesto en el seno de una ONG, no tardan un minuto los oportunistas en salir a poner entredicho todo el trabajo de estas organizaciones. Y tan cierto es que, cuando nos llegan historias como la conocida ahora del periodista fabulador de Der Spiegel, no se hacen esperar las voces interesadas en demostrar que los medios de comunicación no son más que un cocedero de mentiras. Les vale un ejemplo, un mínimo caso, para extender la impresión de generalidad.

Habrá diferencias sensibles entre la naturaleza de unos hechos y otros, como las hay entre una actividad y otra. Pero entre los que ponen tanto énfasis en desacreditar bien la labor humanitaria bien la información rigurosa, sí hay algo en común. Básicamente, la aversión visceral a organizaciones y profesionales que, de una manera o de otra, pueden poner en riesgo su status y su reputación. Y en su instinto más básico, personal o corporativo, reside una motivación primaria: “el dinero hay que dárselo sólo a ellos, y hay que creerles sólo a ellos”. Y se esfuerzan en difamar y amplificar la difamación, para que la gente lo tenga claro.

La defensa contra la infamia no es otra que seguir ejerciendo y, en la medida posible, no darles posibilidad de argumentos. Las ONG deben extremar el cuidado y la observación de los valores éticos en la selección de las personas con las que trabajan o de otras organizaciones con las que colaboran. Claro, como cualquier empresa o entidad. Pero en éstas, por ser quien son, lo que representan y los ojos que están puestos en ellas, el celo debiera ser si cabe mayor. Porque a todas las entidades de cualquier sector les hace daño verse implicadas en un hecho deplorable, pero si le sucede a una organización humanitaria, el efecto puede no ya ser irreparable para ella, sino para todas las demás. El “todas son iguales” se usa con mucha naturalidad cuando conviene.

Podemos poner, como ejemplo reciente, la noticia de este restaurante de lujo en Valencia, en el que una mujer ha muerto por intoxicación. Más allá de la crisis que habrá de gestionar este establecimiento, el sector de la restauración no sufrirá, porque nadie va a decir “todos los restaurantes son iguales”. Pero si en una ONG se detecta un caso de maltrato o de malversación, el efecto es multiplicador.

Y en el periodismo sucede algo parecido. Solo que aquí deberíamos quizás mirárnoslo todavía un poco mejor. Porque a veces no nos damos cuenta. Nos quejamos de que tenemos “mala prensa”, nunca mejor y más irónicamente dicho; de que no se valore ni aprecie nuestro trabajo o se nos tache de inventores y mentirosos; de que tan a menudo las crisis se resuelvan con el clásico “fue un problema de comunicación”; de que seamos el origen, la causa y el detonante de cualquier polémica o conflicto. Coinciden desde el preboste que habla desde un alto atril hasta el que nos juzga en la barra de un bar o en una conversación de taxi. Y es verdad que no es justa esa percepción tan extendida en muchas sociedades, desde luego en la española. Pero deberíamos tal vez tomar perspectiva e, insisto, mirarnos si estamos haciendo lo suficiente para hacernos acreedores a la consideración profesional y personal que pensamos que merecemos.

Los medios cuentan como hechos insólitos y hasta literarios los casos de periodistas que engañaron con artículos falsos e inventados, ahora lo de Claas Relotiuos como en su día lo de Jayson Blair en el New York Times. Como si fueran fantasmas lejanos. Pero, de verdad, ¿son tan exóticos, improbables y lejanos estos episodios? ¿Nunca más se ha dado, y por ejemplo en España, que se hayan publicado historias falsas o que eran verdad a medias? Cierto que a veces por error, por no verificar bien las fuentes, y otras, porque al redactor le obligaron desde arriba a contarlo “de aquella manera”. Sí, no están tan lejos esos fantasmas. Pero son cosas, prácticas que no podemos asumir ni quedarnos impasibles.

Ciertamente, la credibilidad del periodismo y del periodista está en entredicho, pero a veces no hacemos por cuidarla. Por un ejemplo, un periodista que se preste a leer un manifiesto político -ah, pero ¿no es libre de tener sus ideas? Desde luego, pero los textos y las declaraciones políticas han de hacerlas los políticos. Por ejemplo, que se sigan haciendo comparecencias supuestamente de prensa sin admitir preguntas, y lo sigamos admitiendo -sí, nos quejamos y lo proclamamos, pero no dejamos de asistir como testigos mudos y condescendientes. Por ejemplo, que se fusilen informaciones y nadie ponga el grito en el cielo, que se acepte como normal que se publiquen las notas de prensa tal cual, que las entrevistas se ventilen por escrito… Ya, muchos no lo hacen, no lo hacemos, o no todo, pero vemos hacerlo a nuestro lado y no decimos nada.

El problema viene también de nuestra vida periodística cotidiana. Si aceptamos cualquier trabajo a cualquier sueldo, por muy necesitados que estamos, o incluso a “sueldo cero” por aquello de meter la cabeza y ya veremos qué pasará luego. Si nos plegamos a escribir, añadir o quitar lo que nos digan los “jefes” -y los jefes de los jefes- y además aceptamos que vaya con nuestra firma. Si nos parece natural que proliferen periodistas forofos -deportivos, políticos…- en las tertulias y en las columnas, y hasta son bien recibidos y remunerados por aquello del espectáculo. Si nos acostumbramos a que se camuflen los contenidos patrocinados para que parezcan informativos. Si asumimos trabajar con medios precarios, sin tiempo para contrastar y redondear bien una información, ni siquiera para editar debidamente un texto que hay que subir a la red inmediatamente, y luego dará penita leerlo.

Más notorias o más de uso interno, son paladas que nos echamos diariamente para enterrar nuestra reputación. Y luego nos quejamos amargamente. Sobre nuestra profesión se difama sin contemplaciones, por ignorancia a veces y por espurio interés otras. Pero nosotros mismos deberíamos ponérselo más difícil y alejar los fantasmas. En España, y en el mundo, hay buen periodismo y grandes periodistas. Somos mucho mejores de lo que parecemos, nos hacen parecer e incluso de lo que nos creemos. Pero deberíamos intentar también parecerlo. A lo mejor, creérnoslo.

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