Sea un país o no, lo vaya a ser algún día, Escocia ha dado un ejemplo al mundo. Casi el 90% de la gente ha ido a votar para dilucidar su futuro y al final la mayoría ha decidido quedarse como estaban, que en cualquier caso iba a ser mejor que antes, por unos motivos o por otros. Les han dejado expresarse, sí, pero la consulta ha estado bien organizada. Ha sido legal porque el parlamento británico la aprobó. Desde hace año y medio se sabía que se iba a celebrar con el acuerdo de todas las partes. Se ha dejado margen para que los escoceses tomaran conscientemente su postura, y se han manifestado políticos, líderes de opinión y celebridades de uno y otro sitio, de uno y otro parecer. En términos generales, no se ha caído en el histrionismo político, no han aflorado las ansias de protagonismo ni la avaricia por el poder. Al final, el que ha ganado se ha felicitado, David Cameron y muchos ingleses han respirado, y el líder de los que han perdido, Alex Salmond, lo ha reconocido honrosamente y sin tapujos ni excusas. Los hay que lo están celebrando y los que han derramado lágrimas de frustración. Pero en el fondo han triunfado todos. Porque se ha ganado mucha credibilidad Escocia.
En las uniones, de pueblos, de personas y de cualquier ente formado por humanos, suele suceder que la bonanza tiende a unir y las penurias tienden a separar. Nos pasa aquí y se da en cualquier lugar. Cuando hay menos o nada que repartir, piensan que se necesitan menos los unos a los otros, una parte siente que la otra es más una carga que una ayuda. Pero entonces hay quien pretende huir hacia adelante, quien quiere volar y quien prefiere quedarse con los pies en el suelo, cualquier actitud puede ser legítima. Escocia fue sometida –y lo aceptó- a un rescate al estilo de los rescates financieros que se han producido estos años en otros países europeos. Al estilo del siglo XVIII, pero la Union Act de 1707 fue eso, un rescate al fin y al cabo. Desde entonces nunca dejaron los escoceses de sentirse una nación, diferente y propia, pero el acomodo, la conveniencia –y hasta la costumbre después de tres siglos de convivencia o cohabitación- ha venido pesando más, y ha terminando venciendo también esta vez.
En cualquier caso, sean un país o no, siempre serán reconocibles. Nunca han perdido su identidad, o al menos eso me ha parecido. Tendría cuatro o cinco años cuando una profesora del colegio nos reveló, divertida, que los escoceses llevaban falda, entre la algarabía de toda la clase. Pero es que yo ya había oído hablar de Escocia y entonces no sé a cuándo me tendría que remontar, sería a lo mejor de ver los anuncios de whisky en la tele –“escocés con avaricia” rezaba uno, puede que el de Long John. Con los años vi partidos de rugby del Cinco Naciones, los cromos de los futbolistas que jugaron el Mundial de Alemania’74 –Dalglish, Jordan, Hutchinson…-, de Jackie Stewart nunca oí la verdad que fuera un piloto británico o del Reino Unido; luego supe de la voz de Rod Stewart, del carisma de Sean Connery, más tarde de Annie Lennox, Simple Minds… Su bandera, la oficial o la del reino, siempre me fueron tan familiares como el Macallan o escuchar Mull of Kintyre. Un solo día estuve en Edimburgo y ya sería una de las ciudades que quedarán para toda mi vida. Pero siempre supe dónde estuve. Y las Tierras Altas siguen siendo un viaje prometido que trataré no dejar de cumplir. Sea a un nuevo país, sea al los dominios de la Reina. Pero será Escocia, al fin y acabo.
Por lo demás, y con perdón, todos aquellos que han venido defendiendo que la cuestión escocesa no tenía nada que ver con otras de raíz nacionalista o soberanista –como la de Cataluña, sin ir más lejos-, podrán tener sus buenas razones, y objetivamente es verdad que hay diferencias más que sustanciales. Pero esos que opinan así son los que ahora precisamente deberían callarse. Porque si tan diferentes son una y otra, no sé a qué viene salir esta mañana felicitándose y proclamando que el resultado del referéndum es una gran noticia. No nos vengan hoy con gaitas, y nunca mejor dicho.
En fin, tomen y tomemos nota. Los pueblos tienen derecho a expresarse, y a decidir sobre su identidad y su futuro. Pero hay que organizarse, saber ponerse de acuerdo y sobre todo tener grandeza y altitud de miras. O simplemente saber estar a la altura de la gente. Aún antes de conocer el resultado, ya ayer Escocia nos estaba dando una lección.