La regulación sobre las descargas de contenidos en Internet sigue en situación de formidable atasco en toda Europa. Así están los marcadores a día de hoy: el Parlamento Europeo desestimó ayer –contra todo pronóstico- la enmienda que hubiera otorgado vía libre a que se pudiera cortar la conexión a los internautas que descarguen contenidos ilícitamente sin necesidad de orden judicial, como propugna la Ley francesa impulsada por Sarkozy; dicha ley será votada por segunda vez en la Asamblea, previsiblemente la semana que viene, después de haber sido rechazada el 9 de abril, y en el propio partido del presidente francés no parecen esta las filas precisamente unidas; en España, el Secretario de Estado de Telecomunicaciones y para la Sociedad de la Información, Francisco Ros, reconoce que están en “impasse” las negociaciones entre las operadoras y las entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual (principalmente la SGAE) para resolver esta controversia.
El Gobierno español, como otros de Europa, insta y anima a las partes –internautas, operadores e industrias de contenidos- a acercar posiciones, a buscar puntos de acuerdo. Pero parece muy difícil porque esta cuestión se aborda tarde. Se intenta aproximar lo que hemos dejado distanciarse casi irremisiblemente. Las industrias de contenidos (cine y música, principalmente) deberían haber trabajado desde hace años en investigar, innovar y buscar modelos de negocio en Internet que les brindaran oportunidades –y no sólo riesgos- al tiempo que multiplicaran las posibilidades de acceso a la cultura y al ocio por parte de los usuarios. Como no han hecho nada, los internautas se han buscado la vida para acceder a esas obras y disfrutar de ellas gracias a las capacidades que les ofrece la Red. Es entonces cuando han chocado con los derechos de autor. Las entidades de gestión, en general, han venido considerando esos derechos de autor más como un chollo para ellas mismas que como una justa forma de regular, recompensar y estimular el trabajo de los creadores. Y a los internautas es muy difícil hacerles ahora renunciar –y aún más, castigarles- a lo que ya han asumido hace tiempo como parte de su libertad en la era global.
Para abordar este debate hacía falta no ya flexibilidad, sino unas buenas dosis de creatividad, algo de lo que han adolecido –en este y en otros aspectos- los representantes de los creadores, valga la paradoja. Se han topado de narices con el fenómeno la piratería y, acomodados en el estado de nirvana en el que residían, no han tenido capacidad de reacción. Ahora no saben encontrar otra salida que no sea pedir restricciones, prohibir, sancionar… a estas alturas. ¿Quién aceptaría de buen grado que de pronto le colocaran un semáforo para regular el acceso al portal de su casa, por muy necesario que se revelase en términos de seguridad, pongamos, y por muy bien argumentado jurídicamente que estuviera?
Como el cine o la música son enfermos digamos recién llegados al ambulatorio los damnificados por la piratería, podrían sus gestores haberse fijado en otras industrias que llevan años conviviendo y peleándose con este problema. Por poner un ejemplo, la piratería de software lleva existiendo casi desde que existe el propio software y mucho antes de que se supiera de Internet. Sin renunciar a exigir el cumplimiento de las leyes de propiedad intelectual, estas industrias al mismo tiempo han ido aprendiendo de la experiencia y de su propio sufrimiento, han intentado buscar soluciones, alternativas, mejores productos, mejores condiciones de acceso, han tratado de explicar el problema… Y ahí siguen, con mayor o menor éxito, con mejores y peores momentos, con mejor o peor prensa. Pero sin pataleos, sin echarle la culpa al empedrado, intentando mejorarse a sí mismos y adaptar su modelo a las formas cambiantes que van adoptando los escenarios del mercado y, por lo tanto, a las formas cambiantes de quienes intentan aprovecharse de cada nuevo escenario.
En fin, que el atasco se mantiene estable. Internet está enladrillado, el desenladrillador que…