Aunque haya quien pueda pensar otra cosa, los medios de comunicación no son partidos políticos. Son empresas que buscan, como todas, obtener un beneficio económico. Lo hacen a través de la venta de unos determinados bienes y servicios: la información y los contenidos asociados a ella. Y lo mismo que cualquier empresa diseña sus estrategias de venta y posicionamiento en el mercado para vender más y mejor, los medios también determinan la forma de acercarse al que consideran su público objetivo, y uno de sus grandes diferenciadores es lo que llamamos su línea editorial. Por eso hay medios conservadores y progresistas, radicalmente de izquierdas y de derechas, nacionalistas, independentistas, monárquicos, republicanos… y en fin, fuera de la política, madridistas, barcelonistas, pro Apple y pro Ferrari, dependiendo de entre qué colectivo quiera ganar audiencia y clientes. Un mismo grupo puede albergar medios de izquierdas y de derechas, y un mismo medio puede cambiar de línea de editorial como quien cambia de estrategia de marketing, pasar de más moderado a más extremista, o gradualmente del azul al rojo y viceversa.
Los medios no sólo son empresas. Detrás de ellos suele haber otras empresas, algunas muy potentes, y bancos, fondos de inversión… En principio, estas no tienen por qué inmiscuirse directamente en la línea editorial del periódico o de la emisora de radio en cuestión, porque lo que más les importa es la rentabilidad de su inversión, y si vende bien, todos contentos. Pero ojo, son sabedoras de la influencia de ese medio que controlan económicamente, por lo que no dudan en aprovechar su posición para hacer calar ciertos mensajes cuando les interesa. Por ejemplo, que nadie se extrañe de encontrar tanta información y opinión contrarias al impuesto a la banca y a las energéticas, a las subidas del salario mínimo o a los proyectos de encarecer la indemnización por despido. Ahí son arte y parte, y ejercen.
Y otra cosa son los clientes de la empresa, a los que, como en cualquier negocio, hay que cuidar. Otra vez, los mejores clientes son compañías, y cuanto más grandes, más invierten, antes en publicidad, ahora en grandes patrocinios, acuerdos… y dejémoslo ahí. Pero además de empresas, clientes son también entidades e instituciones de toda índole, grupos de poder (lobbies, para entendernos), el Estado (la llamada publicidad institucional) y, cómo no, partidos políticos. Muchos de estos entes ya no se conforman con contratar una campaña de publicidad. Conscientes de su influencia sobre un medio influyente, aspiran a intervenir en su línea editorial. Y como siempre el pez grande se come al chico, la empresa más chica, que es el propio medio, a veces no tiene más remedio que permitirlo. Naturalmente, este tipo de prácticas van en detrimento de la independencia informativa, pero mientras las empresas periodísticas no encuentren otro medio para ser económicamente sostenibles, no se vislumbra solución ni a largo plazo. Y cuando esa injerencia es política, es cuando algunos medios pueden parecerse a partidos políticos.
Y no lo son. Antes tendíamos a encasillar ideológicamente a las personas por el periódico que llevaban debajo del brazo: El País, el ABC, La Razón… Ahora, como casi nadie lo lleva, habría que husmear los logos que destacan en la pantalla del móvil, y tampoco en cuestión. Al menos, en eso, sí hemos ganado algo de intimidad (a cambio de toda la que perdemos a borbotones a diario). Pero en aquel El País o aquel ABC, sus lectores podían ser seguidores de periodistas y columnistas que no tenían por qué ser fieles a la línea editorial. Hoy, como la imparable polarización también se manifiesta en la prensa, cada vez es más difícil encontrar este tipo de “disidencias”. Todo lo más, algún que otro verso o poemario suelto.
Pero como los medios de comunicación no son partidos políticos, sus trabajadores tampoco son militantes. Alguien ajeno a este negocio esperaría internarse en la redacción de cualquier periódico y encontrarse banderas, consignas y continuas arengas por doquier. Y no. Lo que normalmente se va a encontrar es a gente normal trabajando, aunque este trabajo no sea nada normal. Y todo lo más, estresada, cabreada, frustrada… pero no con el presidente del Gobierno ni con el líder de la oposición, sino con las penurias de su trabajo y, en última instancia, con sus jefes. Como en cualquier empresa. La suma de lo que esos periodistas trabajan cada día deprisa y corriendo, cada vez con menos y peores medios, es el producto que se va a vender en el quiosco y se nos presenta en la web. Pero ese producto terminado ya viene con su branding y su imagen corporativa, la que le ha impregnado la alta dirección. Sí, la línea editorial, y por derivación, la intención política. Que los trabajadores pueden compartir o no.
Por eso, cuando vean y reconozcan por la calle a un redactor de la SER o la Cope, de Antena 3 o de La Sexta, no lo tachen de lo que a lo mejor no es. Vemos en muchas manifestaciones, y muy recientemente en las protestas en la calle Ferraz, el acoso que tienen que soportar profesionales que simplemente son enviados allí a contar lo que está pasando. Por supuesto, aunque esos trabajadores pensaran en efecto lo que por el logo de su micrófono les suponen, tampoco sería de recibo aberrarles, pero ya sabemos que esos que se juntan en masa anónima a proclamar “libertad y democracia”, no están por respetar la libertad de opinión de los demás. En cualquier caso, si tienen queja de lo que se lee o se escucha en tal o cual medio, deberían tener la determinación de ir a protestar, educadamente si es que saben, al dueño de la empresa y a las empresas dueñas de ésta. Y a lo mejor se llevan una sorpresa.
Sí hay otro fenómeno que puede confundir. Últimamente se sabe -y se ve- de trabajadores digamos muy aplicados en seguir las directrices ideológicas de sus jefes. Que, por ejemplo, van alcachofa en mano buscando gente que les dé las respuestas que necesitan, y si no las encuentran, se enfrentan al interpelado. O que señalan a compañeros de otros medios, les difaman y les ponen en el disparadero del odio viral, como está sucediendo últimamente en el Congreso de los Diputados. Bien, no sé si estos son exactamente militantes o más bien intensos pelotas que aspiran a ganar puntos. Lo que sí sé es que ni son periodistas y ni los entes a los que sirven son medios de comunicación como tales.
Claro, en el vértice de estas pirámides suelen estar conocidos columnistas, tertulianos y “explicadores” del mundo para audiencias incautas, que escriben y hablan al dictado, generalmente con intenciones poco informativas y mucho menos didácticas. Algunos fueron periodistas, incluso buenos, pero hace tiempo que cambiaron su vocación por otra. Y la mayoría tampoco son militantes. Son subvencionados.
Me gustaría que quedara claro, aunque hoy es tan difícil remover las ideas fijas. Los medios de comunicación son lo que son, nos gustará más uno o menos otros, pero fundamentalmente a lo que aspiran es a ser lo más atractivos para su público para vender y, en definitiva, subsistir. Y el periodista podrá tener sus ideas, sus opiniones y su forma de entender la vida. Pero tiene un trabajo y cuando trabaja no milita, informa. Porque el que milita, deforma.
(Foto: aitoff)