Érase un tipo, para más señas conductor, que metía más ruido y soltaba más humos que todos los autobuses, camiones y tráileres que trajo y llevó por España y por Europa. Érase un trueno que no necesitaba relámpagos para retumbar y hacerse sentir por donde pisaran sus ruedas o sus zapatos. Un ciudadano de boca digamos negra y corazón digamos blanco, qué digo, más que blanco. En un sentido, en otro y en el de más allá.
Esta es una historia de la que yo me he perdido mucho, sin duda, lo mejor. Otros podrán contar y que cuenten. Pero como algunas cositas sí me las sé y me acuerdo, aquí dejo unas perlas. Que simplemente pretenden aligerar el recuerdo y agitar un poco la mueca boba que se nos ha quedado. Porque seguro estoy de que no le gustará vernos este rictus pasmado desde donde nos esté mirando, él que a fisgonear yo creo que nunca le hizo ascos. A su manera, un buen grito, qué digo, un bramido de los suyos nos va a soltar el día menos pensado. Así que voy y lo cuento:
Ay amigo, nadie te dijo cómo se escribe Colonia en alemán. La ciudad, me refiero. Y tú, circunvalándola en todas las direcciones, desesperado por esas autopistas que más que teutonas parecían del mismo demonio, que no a otro ser se le hubiera ocurrido instalar por doquier esos cartelones con la palabra ‘Köln’, ¿y qué kolño significaba eso? Menuda bromita pesada, pero tú tenías suficiente sentido del humor como para contarlo sin problema.
Todo lo contrario que ese suizo de Suiza, extremadamente preciso – ni Federer, oye-, que, según le adelantabas, fue capaz de avistar que el gálibo de tu autocar excedía 2cm el permitido por la legislación vial helvética. Y como ciudadano responsable y observador de las leyes que debía ser, tuvo los oeufs (o eier, en alemán) de llamar a la autoridad competente. Tan honrado, que ni comisión – ¿o sí…? – se llevaría del buen taco de francos de allí que hubiste de soltar.
Y decías que ibas a marchar a Australia, a empezar una nueva vida allí, pero algo pasó a tiempo, mira si pasó, y decidiste quedarte, mira si te quedaste. Creo que sería por entonces cuando empezaste a aparecer por el barrio, apostado en la barra de skay de aquel viejuno pub. Tan pintón que yo creía haberte visto en alguna serie americana de esas, que hasta el uniforme te quedaba niquelao, con la guapa de turno, no, con la misma guapa todos los días, sí, con esa que fue en realidad lo que te pasó y ya te quedaste y no te moviste de aquí.
Reconoceré que imponías un poco, es que esa voz bronca, esa mirada de águila mosqueada… Menos mal que las buenas copas y el madridismo unen lo suyo. Cuando ya tomé algo de confianza, me atreví a traer una vela para que nos alumbrara en el partido decisivo. Que estaba en casa, pero debían haberla traído del Santuario de Montserrat, porque cada vez que Evaristo la encendía, el Tenerife nos cascaba un gol y la Liga se iba por el sumidero. “Que se la meta por el culo”, se oyó decir. Sé que no fuiste tú. Pero que también lo pensaste, puede ser.
Después de todo aquel trajín por el continente, acoplado a una vida digamos más estable, algo coñazo debían ser esos periplos por carreteras levantinas o castellanas que normalmente partían y llegaban a la misma estación. Eso sí, estoy seguro, conociéndote, de que no había día que no pasara algo digno de contar. De reírse o de llorar, de emocionarse o de echarse a temblar. Que para ti sería lo habitual, pero los pasajeros delanteros, y quién sabe si también los de más atrás, no se habrían de olvidar. A destino llegaban, pero además, por el mismo precio, se iban a casa o al hotel con alguna historieta en la mochila. Vamos, que esas líneas de regulares tendrían poco.
Por lo demás, Dios me libró de ser el que quemó esas angulas que con tanta ilusión y supongo que algo más compraste por Navidad. De ser el que te vendió esas ostras cabreadas que en tu estómago se expresaron a gusto. También me salvé de ser tu compañero de mus, pero en eso saliste ganando, porque mal socio no tuviste, reconócelo, él ganaba las partidas y tú comentabas muy bien las jugadas. Y seguramente, de ser el conserje del hotel de Punta Cana, aunque cabe esperar que por allí os portabais bien.
Contigo se podía hablar de cualquier cosa, y también, y sobre todo, discutir. Que tú el Knopfler y yo el Clapton, pues vale. Que si el ‘vamos, Luis’ lo inventé yo, pero no, te lo apuntabas tú. Que si el Txistu y nada más sobre la tierra o que el Txistu sí y otros también, aunque es verdad que en Casa Juan nos la pegaron aquella vez, razón tenía tu amigo el maître. Y con el marmitako buenas se montaron también, yo ahí no decía nada, pero una vez le pregunté a uno de Zarauz… me hubiera gustado verte con él.
Optimista sí que has sido siempre, o eso me parecía. Creo que no te faltaba un buen pronóstico para lo que fuera. Incluso para lo tuyo. O una buena bronca con la que obsequiar al que pasara por ahí, fuera, viniese o se llamara como le dieran a entender. Luego, a lo mejor, os terminabais haciendo amigos o no, a saber… Menos mal que, al final, unas buenas risas siempre ejercían su terapia y lo arreglaban todo, ¿o tampoco…? “Pero, pero… ¿cómo que esa niña es mulata, con lo rubia que es la madre y tan palidito el padre…?” Hasta dolernos la tripa, oye.
Era imposible no chocar contigo. Era imposible no abrazarse contigo. Ahora es y será imposible olvidarte, compañero. Y mira que hacías ruido, capullo. Y mira qué silencio se ha quedado…
Si es verdad que hay autopistas al cielo, por esas también circulan autobuses. Por ahí va uno blanco, qué digo, más que blanco. A cuánta velocidad no lo sé, pero sí que echa mucho humo y va armando un buen escándalo. Ah, y que va lleno de pasajeros. Los que sacaron plaza en el viaje de quien ha sabido vivir.