Por estaciones y tormentas

Se hacen sentir. En tardes supuestamente tranquilas que inesperadamente se revuelven. En silencios que se presentan sin que nadie los invite. En golpes secos que percuten para que la realidad se ponga en su sitio. Aun cuando no se aprecien cerca, tampoco estarán suficientemente lejos. No en vano, avisan de que no dejarán de venir.

Entre la tormenta y las tormentas hay matices y espacios bien definidos, aunque a veces parezcan difusos. Sin embargo, ahora todas se recuerdan irremediablemente unas a otras. Repiten sonidos y vibraciones comunes y reconocibles. Y dejan, entre sus resplandores y estrépitos, más largos o más sutiles lapsos que hacen y llevan a pensar. Ya no es tan fácil calcular la distancia a la que están.

El caso es que no hemos dejado de vivir entre tormentas. O era el eco o eran nuevas, recurrentes visitas. Nunca he llegado a pensar que fuera la misma dando vueltas, girando sobre sí misma y volviendo a donde más daño hizo. No realmente, pero sí sé que, de uno u otro modo, más latente o evidente, esa está y anda por ahí.

La estación que inmediatamente la siguió quedaba en mitad del tránsito entre la calma y la amenaza. Al vacío, inevitable y progresivo, siguió la confusión, o mejor dicho, ésta se solapó con aquel. Hubo, sí, tardes serenas y episodios entretenidos, vida que sigue y rutinas que reconfortan. Pero también agudas fases de duda y angustia. Por lo que fue, lo que no fue y lo que puede y nunca quieres que sea. Memoria apacible y agradecida, sí, pero también súbita tristeza que asalta. El abismo en una pregunta: ¿quién nos lo iba…? pero, sobre todo, ¿quién se lo iba a decir hace cuatro, tres meses…? Y mientras buscábamos soluciones y quizás ganábamos alguna batalla, ni arreglábamos nada ni obteníamos la menor recompensa. Estas estériles mareas se revolvían bajo esos soles abrasadores, como el que había presidido la última de las despedidas.

Llegando a la segunda estación, sin terminar de apaciguarse esas tribulaciones, sobrevino el estrés para llenar los días y, por qué no decirlo, distraerlos un poco. Lo que hay que hacer y no se puede dejar, al menos le resta margen a la tortura de pensar. Y también bucear en pasados y papeles a los que nunca se quiso, pero ahora no había más remedio que prestar atención. Y lo que es peor, intentar entender. Al menos, nada de eso llegó a doler demasiado. Es cuando parece que el hecho que ha pasado a ocupar tu tiempo y a abrumar tu cabeza deviene en administrativo. ‘El causante,’ lo llaman, aunque siempre tengas claro que, en la forma y en el fondo, lo que te tiene ocupado y atenazado no es la causa sino el efecto, la ausencia. Que, en todo caso y según se va confirmando, cada vez es más cierta.

Mucho más llevadero iba a ser, y eso para nada se esperaba, el itinerario hacia la tercera estación. Con los prosaicos deberes hechos dignamente y en tiempo, venían otros que daban pavor. Que son los de todos los años y ya cada año apetecían menos. Pero este, sinceramente, daban grima según se anunciaban. Ni querer hablar del tema en casa cuando faltaban tres, dos, una semana para las navidades. Y sin embargo, ahí mantuvimos el tipo. Sin grandes sobresaltos, con las emociones correctamente gestionadas. Hasta algunas canciones sincera, tiernamente dedicadas. Acaso un mar de pena hubo que surcar la noche del 25 recorriendo el Madrid iluminado. Con todo, muy mal parados no salimos, hemos de reconocer.

Se sucedieron después trayectos muy rápidos, notarios y bancos mediante. Atravesamos páramos con lluvia interminable que empapaba sensaciones extrañas. Pero cuando llegamos a la cuarta estación, esta no era tan nueva. De pronto, parecía que ya habíamos estado ahí. Todo se antojaba reconocible, del ambiente de la calle al color del cielo, y todo lo vivido se hacía muy presente. Lo dicho, lo pensado y lo suplicado. Las fiestas, las fechas señaladas, los acontecimientos estacionales. Dónde fuimos, qué hicimos, qué vimos y contamos. Todo rezumaba el mismo aire que habíamos respirado antes y luego, invariablemente, durante los 48 días en el túnel. Y claro, las tormentas. Las que agitaban el recuerdo, pero, además, las que se podían formar en el horizonte. Sobresaltos, llamadas y trajines que parecían querer devolvernos al mismo punto donde descargó. En primavera, todo se ha hecho muy familiar y descaradamente presente.

Ahora recuerdo que a mi padre y a mí nos gustaban los trenes. Los de verdad y los de miniatura. Montarlos en casa y viajar en ellos. Este que echó a andar hace un año nos ha llevado por parajes desconocidos, valles de vistas y colores nuevos, y ha ido parando en estacionescuyo nombre no nos sabíamos. Nos gusten o no, es por donde nos lleven. Porque yo no lo he conducido, sólo he sido un pasajero en su asiento, mirando por la ventana, descubriendo lo que había y lo que iba viniendo. Y desde ahí he visto también las tormentas acercarse o alejarse, intuyo que al maquinista no le importaba, hasta le gusta cruzarse con ellas y atravesarlas. Al fin y al cabo, se supone que son ellas las que eligen si van o vienen, el tren no hace más que seguir el camino marcado y no puede salirse de él.

Aunque den ciertas treguas. Las tormentas siempre van a estar ahí, ya forman parte de nuestro paisaje y del tiempo que toca vivir. Hay que dejarlas pasar. Las que alivian y limpian, las que sobrecogen y duelen. Si les cerramos la puerta, la derribarán. Que entren y se queden por cuanto necesiten. Ya se irán solas… o no.

Hoy hemos llegado hasta aquí. Y sigo contando los segundos…

(Foto: futuremoon)

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