La palabra relato se ha hecho recurrente en estos tiempos. Es de esas que terminaremos desgastando. Nos la restriegan por todos los sitios, se trate del tema que sea y en cualquier contexto. Todo tiene su relato, y el relato parece que predomine sobre lo demás. Cuando la principal fuente de conocimiento que tenemos sobre las cosas debería ser la información. Y no siempre son lo mismo. De hecho, cada vez se parecen menos.
Vayamos a la RAE. La primea acepción que nos da del término es ‘conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho’. Aquí sí podríamos asociarlo a información, es lo que normalmente llamamos ‘relato de los hechos’. La segunda es ‘narración, cuento’, que se relaciona con la literatura y es, en efecto, lo que usualmente hemos entendido cuando hablamos de escribir o leer un relato. Pero hay una tercera acepción, que imagino que es mucho más reciente, tanto como de estos tiempos: ‘reconstrucción discursiva de ciertos acontecimientos interpretados en favor de una ideología o de un movimiento político’.
Bien, este último es el relato que hoy se ha quedado a vivir con nosotros. Su naturaleza es engañosa, porque podríamos denominarlo explicación, argumentación, justificación… Si nos atenemos a esa definición de la RAE, hay dos elementos clave: reconstrucción e interpretación. Es decir, a partir de un hecho o historia dadas, el autor -porque todo relato tiene un autor- rehace esa realidad para moldearla en la forma en que le conviene presentarla. Y donde dice interpretación, en realidad, debería decir tergiversación. Lo cuenta como él y su audiencia desearían que hubiera pasado. Por lo tanto, no es un relato. Llamarlo así es un fraude. Y no entiendo que la RAE haya aceptado esa definición, a mi juicio incompatible con la primera y original. Hilando más fino, en esa tercera acepción, la segunda se come a la primera: la reseña del hecho es reemplazada por el cuento.
Hoy, todo lo que sucede en la vida que vemos a través de los medios de comunicación tiene un relato, varios o muchos. Dicho de otra manera, sucede algo y nos lo cuentan de muchas maneras. Y no se trata de la clásica y ya casi desusada combinación de géneros periodísticos -información, interpretación y opinión. La información sí existe, pero el relato que le sigue no tiene nada que ver con la crónica, que lo que pretende es aportarnos datos y conocimiento del periodista que nos ayuden a entender el suceso en cuestión. Y tampoco viene identificado como pura opinión, que es perfectamente legítima siempre que aparezca claramente diferenciada de la información. No. Lo que pretenden estos nuevos relatos -llamémoslos así- es contarnos las cosas según una determinada manera de entender para que así las entendamos. La información, por lo general y cuando se hace bien, es inocente. Los relatos, casi siempre, son intencionados.
Sí, nos lo cuentan de tantas maneras y con tanta profusión que, a veces, esos relatos terminan por difuminar lo que realmente ocurrió. Es más, a veces nos llega el relato incluso antes que la información. O no nos habíamos enterado de algo y lo conocemos por la reconstrucción que unos señores han decidido hacer del hecho. Además, juegan con el beneficio del tiempo. Pasan tantas cosas, los acontecimientos se suceden y se superponen a tal velocidad, que muchas veces nos olvidamos de lo que vimos o escuchamos en directo. Y tendemos a creer a los que vienen a contarnos lo que sucedió. Pues esto no debería pasarnos. Porque, precisamente, la información aséptica y fidedigna es el único antídoto contra los relatos interesados.
Por lo general, cuando algo sucede, si se trata de un acontecimiento de trascendencia política o de otra índole, la primera información contrastada -ojo, importante esto- que recibimos es la que nos debe valer. Todavía no está ideologizada, porque no ha dado tiempo. Los sesudos que invariablemente van a reconstruir la historia, todavía están pensando. Esos hechos consumados que conocemos en ese momento son los reales. Si no vamos a ser capaces de recordarlos luego, haríamos bien en apuntárnoslo, si es que el asunto nos importa. Y cuando venga el relator de turno a explicárnoslo, podremos decirle con toda tranquilidad: no, mire, eso que usted dice no fue lo que pasó.
Por ejemplo: yo seguí muy atento y por varios medios la actualidad del día 29 de octubre, cuando se desató la DANA de Valencia. Tengo en la cabeza la secuencia de los hechos durante prácticamente todo ese día, desde las previsiones meteorológicas de primera hora de la mañana -estando en Madrid- hasta la consumación de la catástrofe por la tarde y la tremenda consternación esa noche. Por eso no me hace falta ningún relato a posteriori de lo que sucedió. Aquellas informaciones me bastaron para constatar la escandalosa incompetencia del gobierno valenciano y de su presidente. Yo mismo me llevaba las manos a la cabeza según iba oyendo y leyendo. Luego, nos han contado y nos siguen contando muchas cosas, unas defendiendo la gestión del susodicho y desviando las culpas hacia las instituciones del Estado, otras abundando en la irresponsabilidad rematada con soberbia del todavía presidente autonómico. Esos son los relatos, más documentados o más ideologizados, pero algunos ya teníamos suficiente información.
Ha sucedido con otros muchos acontecimientos. Que vemos una cosa y nos quieren convencer de otra. Y lo consiguen. En mayo de 2021, millones de madrileños fueron a votar convencidos de que eran los únicos de España que no padecían restricciones a la hostelería por la pandemia. Y las tenían, los bares apenas abrían dos horas más que en otras comunidades. Esa era la real diferencia entre su Madrid ‘libre’ y las demás ciudades y regiones prisioneras del Estado.
Y a diferencia de lo que apunta la RAE, la intencionalidad de los relatos no es sólo política, también puede ser económica, cultural, deportiva… Al día siguiente de una victoria Real Madrid, la prensa y las radios ensalzarán a Mbappé o a Vinicius, pero a usted a lo mejor le pareció que los mejores habían sido Valverde, Rodrygo… pues quédese con eso, con lo que vio. Lo otro es el relato que le interesa al club, y ya se encarga de que salga bien reflejado y amplificado. O relatos que se adelantaron al propio acontecimiento. ¿Cuántas veces nos dijeron y se explayaron en lo espectacularmente bien que marchaban Bankia, el Banco Popular o tal o cual empresa? Y un buen día, resulta que tuvieron que decirnos que no.
Ahora tenemos a una constelación -por llamarlo de alguna manera- de dirigentes políticos y potentados en todo el mundo que nos están inundando de relatos que, por inverosímiles o descabellados que parezcan, están calando en las sociedades. Y sobre esa gran burbuja de lo que llaman ‘hechos alternativos’ -otra gran falacia-, se están aupando al poder o están ganando influencia allá donde se antojaba insospechable. Han conseguido que mucha gente vea dictaduras donde vota y puede opinar, invasiones de civilizaciones enemigas donde llegan inmigrantes hambrientos, comunismo donde no dejan de abrir restaurantes y hoteles de lujo, agresores donde hay agredidos, culpables donde hay víctimas. En realidad, lo que hacen esos grandes ‘relatores’ es presumir que somos tontos. Como no somos capaces de enterarnos por nosotros mismos, ya se encargan ellos de decirnos lo que hay y lo que debe ser.
Así, el gran problema no son tanto ellos, los cuentistas, como todos los que se creen y comulgan con sus relatos. Apelamos a contrarrestar las mentiras con información, pero si por cada uno que lo hace otros cien no, poco, nada podremos hacer. Sí, esperar a que esas cien, mil y millones de personas terminen viendo por sí mismas la majadería que les han estado contando. Pero me temo que, para entonces, será muy tarde. Para ellos y para todos los demás.
Predicaremos en el desierto, pero nunca dejaremos de decirlo: por favor, fiémonos de la buena información… pero, sobre todo, de nosotros mismos.
(Foto: HisLoveNeverFails)