El capitalismo sin complejos

Era un viaje de fin de curso hace mucho tiempo. Un barco que navega de Barcelona a Génova, primera etapa de un clásico periplo italiano. Por la noche, unos chavales de 17 y 18 años merodean por la cubierta. Un grupo de varias chicas y un chico. Éste, algo macarra entre tanta ‘gente bien’, en un momento dado, se pone a jugar con la cartera de una de ellas, saca el dinero, ‘a ver cuánto llevas’. Tan torpe, un golpe de viento, los billetes se le escapan de la mano y las liras recién estrenadas se esparcen y se pierden en el oscuro mar Mediterráneo. El drama. La chica llorando. Los demás nos enteraremos a la mañana siguiente. Menuda faena, a dos velas con todo el viaje por delante. No sé si salió de todos los demás, si fue idea de alguien, si lo impusieron los profesores, pero hubo consenso. Todos pusimos de nuestro dinero, yo lo que buenamente pude, para restituir a la damnificada su capital. Esa historia terminó bien y el viaje prosiguió, con otras peripecias, pero digamos que plácidamente para ella y para los demás.

Esta historia es cierta, pasó y puedo dar fe. Ahora, pongámonos perversos. Imaginemos que, después de la colecta, la chica, al hacer cuentas, descubre que tiene más dinero que antes del desgraciado incidente en la cubierta. Buen negocio, piensa. Y supongamos que decide compincharse con el macarrilla. ¿Y si vuelven a perder las liras? Por ejemplo, en la góndola en la que surcarán los canales de Venecia. O por alguna alcantarilla de Roma… Y resulta que los demás no es que nos avengamos a reponerle lo perdido, que una segunda vez ya no lo haríamos tan de buen grado… es que los profesores, posiblemente bendecidores de la trama, nos obligarán a darle cada uno nuestra parte. Bien, tranquilos, esto nunca pasó. Es mi mente calenturienta.

Pero si lo miramos, ¿no fue eso, más o menos, lo que sucedió en la crisis financiera que se desencadenó a partir de 2008 y derivó en la gran recesión? Recordemos, a grandes rasgos, que gran parte de la población mundial se empobreció, tres millones de españoles fueron descabalgados de la llamada clase media y equivalentes cifras se dieron en otros países. Por el contrario, unos pocos, una élite, se enriqueció todavía más. Entre ellos, muchos de los que habían provocado la crisis. Los que habían perdido o tirado miles de millones de dólares, euros y otras monedas corrientes por la borda de Lehman Brothers y otros transatlánticos especuladores.

Frente a los que defendieron a capa y espada a los fundidores del dinero suyo y de muchos, hubo algunas voces ilustradas que explicaron aquello con que, caído el comunismo, vencido el enemigo, el capitalismo se había venido arriba. Victoriosos y borrachos de razón, sus depredadores más fieros y voraces habían decidido expresarse y actuar ya sin frenos ni remilgos, a toda máquina, barra libre para las grandes operaciones, los movimientos más arriesgados… Y vino el golpe de viento. Se arruinaron, sí. Pero ahí estábamos los demás para, entre todos, restaurar sus fortunas. Y a la larga, para enriquecerlos más. 

De aquella crisis aprendimos todos, aunque fuese a la fuerza. Pero, sobre todo, aprendieron ellos. Vinieron nuevos sucesos y episodios en este primer cuarto de siglo, como la pandemia, el colapso de las cadenas de suministro, la guerra en Ucrania, la masacre de Gaza… de una manera o de otra, todo les ha servido para seguir engrosando sus capitales. Y han ido poniendo distancia. Lo que antes estaba mediana y ocasionalmente al alcance de la gente más bien corriente, un capricho, un pequeño lujo… cada vez resulta más inalcanzable. Para comprobarlo, no hace falta irse muy lejos. Dense una vuelta por esos flamantes hotelitos que están abriendo en la Gran Vía, intenten reservar en uno de los alabados restaurantes de chefs renombrados o colarse en una de las discotecas ahora de moda en la ‘libre’ noche de Madrid.

La novedad de este tiempo, además, es que el capitalismo insaciable no sólo sale ganador de todas las partidas. Ahora se ha quitado los complejos. Ya no mueve los hilos desde la sombra, sino que sale, da la cara y nos lo dice bien clarito. En Estados Unidos, dirigían las operaciones desde Wall Street y determinadas plantas del World Trade Center, el de antes y el actual. Hoy, o mejor dicho, a partir del 20 de enero, desde la misma Casa Blanca. Claro, porque los han elegido más de 70 millones de estadounidenses que no es que no puedan ir a hoteles y restaurantes de lujo, es que no pueden pagarse el médico ni sus medicinas.

Pero no nos creamos que este es un fenómeno sólo de Estados Unidos, esa nación tan peculiar. Se extiende por América y se viene en Europa. Los gobiernos tenderán a estar en manos de líderes y emporios orientados a negocio que no llegan precisamente -como muchos, ay pobres, se creen- a aplicar sus dotes empresariales a la gestión de sus países, sino a servirse de éstos y de sus ciudadanos para seguir gestionando exitosamente y sin escrúpulos lo suyo. Es básicamente lo que van a hacer Trump, Musk o Bezos en su país y lo que tratarán de hacer allá donde puedan a través de sus correspondientes -y masivamente votados- testaferros.

Por eso, la verdadera estrategia de ciertos aspirantes a presidente, primer ministro, canciller… ya no será política, aunque se revista de tal. Será empresarial. Esto incluye marketing, finanzas, recursos humanos y por supuesto, compras y ventas (a todo esto, ¿cuánto cuesta Groenlandia?) Y saber muy bien cómo tener contentos a los clientes. Ah, y estos neo políticos adalides de la ‘nueva libertad’ tampoco están tan lejos ni falta tanto para que vengan. A algunos, algunas, los vemos hoy. A diario en las fotos. ¿Qué estaba diciendo yo de la Gran Vía…?

Y total, ya no hará falta que sea en un barco de noche ni que parezca un accidente. Complejos fuera. Recolectarán nuestros euros y dólares sin necesidad de tirarlos antes a ningún mar y se los daremos sin rechistar. Es más, echaremos palmas y les haremos reverencias. Ay pobres…

(Foto: TheDigitalArtist)

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