Despellejarse, sacarse los ojos, pegarse tiros en los pies y hacerse picadillo. Es la vieja letanía de la izquierda de este país. Y la derecha da palmas. Dicen que su dogmatismo, dicen que los egos o tal vez rencillas que se van acumulando y son imposibles de acallar ni olvidar. La izquierda se tritura y se parte a cachitos a la mínima que tiene oportunidad. La derecha se frota las manos.
La derecha también discute y se retuerce en desencuentros a veces feroces, pero a la hora de la verdad, cuando tiene que unirse, se une, aunque sólo sea para combatir al enemigo común. La izquierda ve al enemigo venir y sigue deshaciéndose en sus batallas egoístas, aun a sabiendas de dejarle el camino abonado.
Podríamos remitirnos a lo que cuentan los historiadores, a la II República, a la Guerra Civil, a los años en la ilegalidad y el exilio. Nunca dejaron de pelearse, de traicionarse y hasta de matarse. Pero no hace falta irse tan atrás. Podemos quedarnos en estos tiempos más -todavía- civilizados y recurrir sencillamente a lo que vemos y lo que recordamos.
La misma transición evidenció la sempiterna división. Hasta en un momento histórico que imponía tragar saliva y hacer de tripas corazón para unirse lo más posible, apenas y a duras penas lo consiguieron. ‘Íbamos de asamblea, éramos seis y salíamos siete partidos diferentes’, me dicen que contaba un comunista malagueño de esos años. En las históricas primeras elecciones generales de 1977, obtuvieron representación parlamentaria el PSOE, el PCE y el PSP. Pero habían concurrido muchos más partidos de izquierda. Por entonces no funcionaban las encuestas que hoy tenemos casi a diario, y todos quedaron decepcionados porque esperaban un mejor resultado, incluso ganarle a la UCD de Adolfo Suárez. Pero claro, esperaban cada uno el suyo.
Tierno Galván, al frente del PSP, sí tuvo pragmatismo para dejarse absorber por el PSOE. Pero en el PCE empezaron a moverse corrientes internas que minarían su cúpula, terminarían con la caída y posterior salida de Santiago Carrillo y resultarían en su integración en una federación de partidos -irónicamente llamada Izquierda Unida– junto con otras muy variadas formaciones comunistas, ecologistas, nacionales unas, otras de Madrid, Murcia, El Hierro… -y aun así, todavía hubo otras formaciones comunistas que decidieron ir por su cuenta. El mejor resultado que obtuvo IU en unas generales fueron 21 diputados en 1996, cuando lideraba la coalición Julio Anguita.
A partir de ese ‘hito’, su caída fue casi continuada hasta salvarse por la campana de quedarse sin representación parlamentaria, concretamente en las elecciones de 2008 y 2015. Fue entonces, para la repetición de estas últimas en 2016, cuando se integró en la ya emergente y vigorosa Podemos -luego hablaremos. Hoy, IU es un integrante minoritario de la coalición Sumar -otra ironía. Eso sí, con representación proporcional en el actual Gobierno de coalición.
En cuanto al PSOE, parecerá que se ha mantenido más sólido en el tiempo. Entre otras cosas, porque ha gobernado, lo que no deja de ser un factor de cohesión para los partidos. Pero también ha tenido sus disputas. Ya en los años de Felipe González tuvo que afrontar la aparición de corrientes disidentes, que entendían que su gobierno no estaba siendo lo de izquierdas que esperaban -recuérdese, por ejemplo, el giro dado con el referéndum para la salida y finalmente permanencia en la OTAN.
Pero ha sido en los tiempos recientes en los que el partido socialista ha afrontado más episodios de fractura. Recordemos la ‘amputación con dolor’ que se auto infringió para despojarse de su entonces líder y después resistente, Pedro Sánchez, por no facilitar la investidura de Mariano Rajoy tras la citada repetición electoral de 2016. Y presenciemos la actual discordancia de sus barones regionales, por no referirnos a las salidas a título personal de históricos dirigentes como el propio Felipe González, Alfonso Guerra o Joaquín Leguina, entre otros.
Pero decíamos que íbamos a hablar de Podemos. Su irrupción en las elecciones europeas de 2015 parecía traer un aire nuevo a la política y, sobre todo, a la izquierda española. Que confirmó con sus históricos 70 diputados en las elecciones de 2015. Nunca, jamás, la izquierda a la izquierda del PSOE había conseguido una representación así. Al mismo tiempo, la flamante formación había alcanzado brillantes éxitos locales y autonómicos, como erigirse en el partido más votado en Euskadi y, sobre todo, conquistar la alcaldía de Madrid. Su principal líder, Pablo Iglesias, parecía haber sabido encarnar la indignación y la frustración de gran parte de la población tras la gran recesión de 2008 y las medidas que le siguieron (en todo el mundo, y que en España supusieron, entre otras cosas, que tres millones de españoles se descabalgaran de la clase media).
A partir de ese momento de euforia y de ‘asaltar los cielos’, asistimos a un buen ejemplo de cómo se puede dilapidar una fortuna. En este caso, de credibilidad, reputación y votos. Para empezar, con sus 70 escaños, el de Pablo Iglesias no se conformó con ser un poderoso grupo parlamentario en la oposición y, como quien juega al doble o nada, forzó la repetición electoral, ya con IU integrada en lo que se llamaría Unidas Podemos. Hablaban de sorpasso al PSOE y, a la hora de la verdad, se les fueron un millón de votos por la rendija y perdieron 10 diputados. El Partido Popular salió reforzado y, tras las peripecias en Ferraz antes narradas, pudo gobernar.
Seguidamente vino la progresiva depuración, cuando no las salidas voluntarias, de los principales líderes que habían acompañado a Pablo en la foto fundacional de Podemos -que al fin y al cabo, también era una acumulación de grupos, corrientes y mareas. Los resultados fueron menguando en toda la geografía. En las generales de 2019 vieron su capital reducido a la mitad, con 33 diputados. Pero su líder volvió a forzar la repetición y cayeron a 26, con lo que no le quedó más remedio que pactar con el PSOE el Gobierno que se había negado a pactar meses atrás. El PP, que se había estrellado con 66 diputados en abril, recuperó aire en noviembre y subió a 89. Vox se convirtió, con 52, en la tercera fuerza política del país.
Resta y sigue. Cuando todo apuntaba a que Manuela Carmena mantendría la alcaldía de Madrid en las municipales de 2019, los partidarios de la alcaldesa decidieron concurrir con su propia marca electoral, lo que hoy es Más Madrid, y Pablo Iglesias decidió no apoyarla, presentando Podemos a su propio candidato. Con los votos de éste idos por el desagüe, El PP sumó para recuperar la alcaldía, que en 2023 revalidaría por mayoría absoluta.
Similares torpezas cometieron las izquierdas en la Comunidad de Madrid. Ya en 2015, la incapacidad de IU para alcanzar el 5% de los votos y obtener representación en la Asamblea, facilitó el gobierno de Cristina Cifuentes, pese a que el más votado había sido el PSOE de Ángel Gabilondo. Que volvería a serlo en 2019, pero en este caso, la escisión entre Podemos y Más Madrid mermó la suma de diputados y propició el gobierno de Isabel Díaz Ayuso, apoyada por Ciudadanos y Vox. Cuando la presidenta vio la oportunidad de quitarse de encima a su principal socio, ya en caída libre, adelantó elecciones. En respuesta, Pablo Iglesias, a la sazón vicepresidente del Gobierno, lanzó el gran órdago, dimitió de su cargo y se presentó a la batalla de Madrid contra Ayuso. La movilización que consiguió fue tal que la lideresa popular arrasó y hasta en Vallecas la votaron. Pablo se cortó la coleta, literal y figuradamente, y dejó -supuestamente- la primera línea política. Está pendiente el busto que en reconocimiento deberían levantarle en la sede popular de Génova.
Fue entonces cuando se concibió el proyecto Sumar, otro intento por aglutinar a todas las izquierdas no socialistas. Liderado por una comunista de pura cepa, Yolanda Díaz, que como ministra de Trabajo había sabido aparcar los dogmas, había puesto de acuerdo a patronales y sindicatos y había conseguido importantes logros como los ERTE durante la pandemia, la re-reforma laboral o sucesivas subidas del salario mínimo, la última, ya sin el beneplácito de los empresarios. Se había ganado una indudable credibilidad, que se pensaba que podría servir para calmar el gallinero y preservar una cierta estabilidad y unidad en la izquierda. Ni mucho menos iba a ser así.
Para las autonómicas y municipales de mayo de 2023, la prometedora coalición no estaba suficientemente peinada, de manera que concurrieron las izquierdas cada una por su cuenta y riesgo. Con el consiguiente desastre. Hicieron perder al PSOE gobiernos como los de la Comunidad Valenciana o Aragón y se quedaron sin representación en numerosos ayuntamientos y parlamentos autonómicos. En Huesca, por ejemplo, se presentaron tres partidos -aparte del PSOE- que recolectaron el 17% de los votos, pero no sumaron ni un concejal. Con ese regalo, más su renovado tirón electoral, el PP arrasó en la mayoría de las plazas en juego. Y viendo el panorama y al lobo venir, Pedro Sánchez convocó elecciones anticipadas por la vía de urgencia.
Ante la amenaza cierta y evidente de que se cernía la derecha, fue cuando Díaz y los líderes de las principales agrupaciones aceleraron para tener lista la candidatura de Sumar para la gran cita del 23 de julio. Eso sí, forzando a Podemos a dar un paso atrás para no verse lastrados por el desgaste de su andadura en el Gobierno. Consiguieron, sí, unirse para la foto electoral y al menos salvar los muebles. 31 escaños eran más que los 26 de UP en 2019, aunque menos que la suma entonces de las formaciones que se habían integrado en Sumar. Lo que pasa es que, de haber ido desperdigados, entre todas, posiblemente no hubieran sumado ni diez.
La forzosa y forzada unión duró hasta un minuto después de las elecciones. Al minuto dos, ya tiraron las cabras al monte y cada una por su cuenta. Los diputados electos de Podemos se salieron para formar su propio grupo parlamentario. En las europeas de junio de este año, volvieron a probar suerte por separado. Conocidos los resultados, Montero y Belarra sacaban pecho y se jactaban… del trastazo que se había pegado Sumar. Cuando ellas, Podemos, habían sacado aún menos. Ni Fernando Díaz-Plaja en ‘Los españoles y los siete pecados capitales’ lo hubiera contado mejor.
Y así hasta hoy. Casi a diario venimos asistiendo a las zancadillas y los dardos emponzoñados con que se obsequian los distintos dirigentes y representantes de las distintas corrientes, facciones, clanes y corros de los partidos de la izquierda que se dice más progresista y solidaria. Es que no se imagina uno que puedan irse a tomar un café juntos. O que se estén callados en un cine. Mucho menos juntar filas ante asuntos de Estado.
Y ahora hemos sabido lo de Errejón. Él y sus presuntas víctimas sabrán, y esperamos que la Justicia dirá, si estamos ante un depredador sexual, como parece deducirse hasta de su propia declaración. Sí ha sido así, este chico no sabe el daño que ha hecho. A las personas a las que ha herido física y moralmente, por supuesto; pero, además, a todo lo que él representaba, que era mucho más que a sí mismo. Es tirar todo un ideal a la basura.
Pero, de momento, lo que sí sabemos es que la revelación -o secreto a voces ahora desvelado- del caso ha servido para escenificar y aún amplificar la profunda inquina que se tenían y se tienen todos los tenores de voz afilada -que son muchas y muchos- en este espacio de amalgama política, que ya cuesta hablar de partidos y coaliciones. Hasta los que llevaban tiempo callados han salido a expresar su mala baba. Y a ajustar las cuentas pendientes. Que, por lo que se ve, Íñigo reunía a caudales. Y mientras los de alrededor lo ven y les dicen que su proyecto se está desangrando, siguen más pendientes de ponerse cada uno la tirita en su dedo. Si pueden, seguir pinchando al de al lado.
Y es en estas, mañana será en otras, que seguirán desgañitándose en su afán autodestructor. Es la izquierda dividida e incorregible, la que siempre fue y no va a cambiar. La derecha, mientras, sonríe. Si hace falta, les echa algo más de gasolina. Tranquilos, la cerilla ya la prenden ellos.
(Foto: johnhain)