¿Cuáles son nuestras verdaderas preocupaciones, las que tenemos o las que nos dicen? Este verano hemos conocido el barómetro del CIS (sobre una base de 4.000 encuestados) que sitúa a la inmigración como el cuarto mayor problema para los españoles, escalando desde la novena posición con respecto al anterior sondeo, y superando a la vivienda, que se queda como la quinta cuestión que más nos preocupa.
La primera preocupación sigue siendo el paro, la segunda los políticos y la tercera los asuntos económicos. Sin entrar en las metodologías del CIS, tan cuestionadas a menudo, ¿es esto real? ¿Son estas, y por este orden, las cuestiones que verdaderamente quitan el sueño a un español de la calle de cualquier provincia, pueblo o capital? Evidentemente, cada uno tendrá su circunstancia. El paro afecta a quien está o tiene familiares en esa situación. Los políticos hacen todo lo posible cada día por preocuparnos y deprimirnos. Por economía, podemos entender la personal de cada uno, que es la que percibimos, o la del país, que es la que nos cuentan y no tan fácilmente palpamos. Todo esto es posible. Pero ¿de verdad es hoy la inmigración un asunto más acuciante en España que la vivienda?
Quede claro que una cosa no quita la otra. La inmigración, en los términos en los que se está produciendo, no tendría que ser en sí un problema nacional, sino una vergüenza mundial. Aparte otras sensaciones que produce, es de sonrojo propio y ajeno asistir a ese rosario diario de embarcaciones atestadas de gente desvalida, aterida y aterrada que prefiere jugarse la vida en una travesía por mar a seguir malviviendo en su país. Por no hablar de las mafias que se aprovechan de su situación. Que a estas alturas y después de décadas, la comunidad internacional -no sólo los países emisores y receptores- no haya sido capaz de encontrar una solución, en efecto, es para estar muy preocupados, pero, sobre todo, profundamente decepcionados. Y desesperanzados, porque no se ve voluntad política ni de ningún tipo para que esta catástrofe deje de pasar algún día.
Dicho esto, si la parte que nos afecta de la inmigración en nuestro día a día es el hecho de que llegue nueva gente a nuestro país y trate de labrarse un futuro, ¿es realmente para preocuparnos? Independientemente de que apelemos a todos los estudios que nos dicen que España y Europa necesitan trabajadores y, si no los encuentran dentro, tendrán que venir de fuera, quedémonos en nuestro puro egoísmo. ¿Es la llegada de inmigrantes, legal o no, la cuarta mayor preocupación de un ciudadano, ciudadana o familia media que vive en Madrid, en Santander o en Soria?
Si así es, debe ser que nos va muy bien. Que la gente en nuestras ciudades paga con soltura la hipoteca de su vivienda. Que puede plantearse en cualquier momento comprarse un piso nuevo, más grande y más bonito. O instalarse de alquiler al centro de una gran urbe. Que las parejas pueden elegir fácilmente el nido sobre el que construirán su proyecto. Que los jóvenes se independizan a los 20 años o, más bien, como ocurre en algunos países, son los padres los que les invitan amablemente a irse de casa en cuanto tienen unos ingresos. Que se cumple impecablemente, en definitiva, el derecho constitucional que cada español tiene a una vivienda digna. Entonces, claro, la inmigración sería un problema infinitamente mayor que este.
Volviendo a la pregunta de inicio, o dándole la vuelta, ¿nos preocupan las cosas porque nos afectan en nuestras vidas o porque nos dicen lo preocupantes que son? Con la inmigración, en concreto, además de las desoladoras historias y escenas que depara, hemos asistido este verano a un debate político encendido e inflamado, que ha sido objeto, claro está, de un amplísimo despliegue informativo en los medios, propagado a las tertulias y las tribunas de opinión. El tono de ese debate ha sido, una vez más, bronco y pasional. Y es lo que pasa con los asuntos que apelan a las emociones. Que consiguen dar la sensación de que nos afectan más y suben en las listas de temas que preocupan a la opinión pública.
De vivienda, en cambio, se habla más bien poco, o menos de lo que se debería. No porque los medios no saquen a menudo historias que reflejan lo crudo que lo tiene la mayoría de la población. Pero trascienden poco al debate político. Más allá de eventuales declaraciones de intenciones, promesas al viento, proyecciones de nuevas leyes que se presume que al final dejarán las cosas igual que están… A la hora de la verdad, se pasa de puntillas. No se generan intensos debates que prendan en el clima social y enciendan a la gente, como sucede con otros asuntos. Más que nada, porque los políticos no quieren llevarlo ahí. Unos y otros saben que en este asunto tienen muy poco que hacer. Depende de otros poderes, y por mucho que quisieran, ellos están atados de manos.
Como casi nada es casualidad, recurrentemente nos invitan a prestar toda la atención a determinados asuntos y a estar más pendientes de esos que de otros. Probablemente, si la gente saliera en masa a la calle a protestar por el coste de la vivienda en todas las ciudades de España, el asunto podría tomar otros derroteros. Pero ya se procura que salgan a protestar por otras cosas. ¿Cómo? Hablando, discutiendo, soflamando e insultándose por esas cosas. Poniendo el foco en aquello que conviene que a la gente le preocupe, si es necesario, sirviéndonoslo hasta en la sopa. Dicho de otro modo, diciéndole a la gente lo que le debe preocupar.
Y es lo que los ciudadanos con conciencia crítica deberíamos evitar. Tener muy claro cada uno, sin necesidad de que nadie nos lo diga, lo que nos parece que es importante, necesario, acuciante o inadmisible. Lo que nos preocupa de verdad.
(Foto: stux)
1 comentario