La tormenta encima (y III)

Rebeldes

Mientras evolucionan las ciencias y las artes, el tiempo pasa, pero también se consume. No volvería a ejercer aquel profesor en los Salesianos y mucho lo habría de añorar. Y el tiempo se renueva. Viene este en el que las televisiones ya se hacen distintas, son más planas, llevan otra tecnología. Llega un momento en que es imposible reciclarse a esa velocidad. De lo suyo, seguía sabiendo más que nadie. De lo nuevo, tampoco sabía yo mucho más.

Es cuando de tontos pasamos a estúpidos. Nos creemos que por fin hemos llegado a un puesto de trabajo importante, a una responsabilidad y seguramente a un sueldo que nos eleva a otro nivel. Y nos pensamos que somos el polo norte, sur y ecuador de nuestro mundo. También de nuestra casa, perdón, la casa en la que vivimos. Y pretendemos ser el artífice y el que tiene que tirar del carro. Es entonces cuando te ponen en tu sitio. En la empresa podrás ser lo que seas, seguramente mucho menos también de lo que te piensas. Pero aquí, fuera ínfulas, que eres el mismo niño de siempre. O dicho con otro término, aunque hacía ya mucho que mi padre no me lo llamaba, el sapo. Y vale que tus conocimientos, tus facultades y tu criterio pueden ser estimables y bienvenidos. Pero el carro ya va tirado y los demás vamos detrás.

Además, ¿qué te has creído, si al día pasas en casa apenas ocho horas y de ellas siete durmiendo? Y cuando ya te vean más asiduamente, pases las mañanas y comas todos los días a la mesa, para ellos no será porque hayas cambiado de proyecto o de vida. Es porque ya no trabajas. Y sin decírtelo, se preocupan y sufren. Hasta posiblemente sigan pensando que es que sólo piensas en divertirte, como cuando tenías 20 años. Ya hacía tiempo que el laboratorio de inventos electrónicos se había transformado en la fábrica de sueños pesados, donde duermo y ahora también trabajo.

No han tenido las mismas posibilidades de viajar que nosotros, pero mi padre ha estado en Londres dos veces. La segunda, porque yo estaba empeñado en que mi madre lo conociera y para allá decidí mandar a los dos. No iba a ser buena idea. Fue cuando me di cuenta de que, viviendo en un primero, ya lo subían en ascensor. Poco iban a hacer allí solos, pero, sobre todo, se quedaron paralizados de terror cuando les anuncié el ‘regalo’. Hubo que pararlo todo, esperar otro año y diseñar un plan B: conmigo en el pack. Y no se iba a quedar mi hermano aquí solo, de manera que billetes para cuatro. Aunque, en realidad, viajaríamos cinco: los padres, los hijos y el espíritu santo, que nos debía alumbrar y preservar.

Claro, que no era el mismo Londres el que cada uno pensábamos visitar. Para uno, todo pasaba por el cambio de guardia. Para la otra, todo empezaba en Regent Street. En la tienda donde al fin tenían las dichosas mantitas escocesas -que fueron el objeto de búsqueda durante prácticamente todo el viaje y llegaron a importar más que el Big Ben, Trafalgar o la Tower Bridge-, la conversación entre la señora dependienta y la señora clienta -mi madre- se vio alterada de pronto por unas extrañas interferencias que afectaban a la traducción simultánea. Entonces tuve que girarme a mi derecha: ‘Papá, por favor, aquí el traductor soy yo y tú estás confundiendo a mamá’. Digamos que no le gustó mucho mi intervención, pero a regañadientes accedió y ya la compra pudo llevarse a buen término, prueba superada. Por lo demás, cada uno a lo suyo: esa noche, antes de las doce, me fumé el último cigarrillo permitido en un pub inglés. Y admitamos que transmitían serena dignidad esas fotos con el fondo de los vestigios griegos y egipcios expoliados sin contemplación para, justamente, ser contemplados.

Aunque tardía, podemos decir que la de mi padre una jubilación enérgica. Se levantaba el primero, montando el estruendo característico de siempre, pareciera que el sol no iba a salir si los días no empezaban a toda tralla, batiendo puertas, chocando platos y bullendo grifos -también mi hermano, de pequeño, lo imitaba con muchísima gracia. Preparaba el desayuno de todos, desayunaba él su café con tropezones dulces mojados y se sentaba con su pipa a ambientar el salón -ese era aparentemente el único cambio respecto a su abandonada vida laboral. Pero después se marchaba y no volvía hasta la hora de comer. Se echaba una cumplida siesta y otra vez en danza hasta la de cenar. ¿Adónde iba? Poco contaba y nada preguntábamos. Sí supimos que, por las tardes, a un bar a jugar a no sé qué, porque después de la pandemia cerró y ya se quedó sin plan. Suponemos que otros planes también fueron decayendo, lo mismo pasaría con los amigos, y ya empezó a aburrirse y a tener menos qué hacer y adónde ir. Eso sí, nunca perdió el optimismo, que siempre fue su forma principal de mirar la vida.

Porque, aunque ya no sean héroes, son rebeldes. Los ves más lentos de movimientos y reflejos, más vulnerables y necesitados de ayuda y consejo. Pero cuidado, porque el mando y el genio no lo pierden. Tú serás más ágil, fuerte, rápido y además te creerás más listo, pero los padres son ellos. Y para darte un buen collejón les basta una voz o una mirada certera. Y no les digas que no pueden esto o lo otro, porque encima se motivan. Y aunque no tuviera adónde ir, salía. Creías que había ido a darse un paseíto por las cercanías, y autobús mediante se plantaba en Goya o en La Castellana para solazarse en un lugar más fresco, más concurrido o que le apetecía más. Un día salimos a buscarle porque estaba la comida puesta y no había hecho acto de presencia. Se había ido al desfile del 2 de mayo en la Puerta del Sol, le había pillado el toro… y volvía tan tranquilo.

Lo imposible era regalarle algo, fuera por su cumpleaños o por Reyes. No te lo tiraba a la cabeza, yo creo que por educación. Que las gracias sí las daba, pero no le veías poner una cara muy feliz y mucho menos luego usarlo o llevarlo puesto. La bufanda de cachemir de 12 libras de entonces, me la tuve que quedar yo. Lo último fue una gorra que le traje de Dublín, menos mal que tampoco compré la más cara. Sí, al final le convencimos de que le sentaba y le vendría bien para el invierno. El que le quedaba por pasar.

Sí, rebeldes sin remisión. Ni durante el confinamiento dejó de salir un solo día, a saber por dónde y en qué líos se metió. La vida se pone en cuesta, hacia arriba y cada vez más empinada, pero no renuncian a remontarla si vislumbran un deber, un propósito o una satisfacción interior. Te alarmas a veces de sus audacias, pero en el fondo te alegras de que se atrevan y piensas que mucho peor sería si prefirieran quedarse sentados y quietos. O acostarse demasiado pronto. A eso contribuyó sin duda el canal Golf, que le mantenía atento hasta altas horas. Ese sí pudo ser un regalo que apreció, pero yo no lo elegí, venía en el lote y ya no se lo quité.

A todo esto, el equipo de música ahora estaba en la nube y aprendió a buscar los discos en las estanterías de Google. Sus sesiones de los sábados transcurrían con Beethoven y Sabina, Paco Ibáñez y Bonnie Tyler, Mocedades y Demis Roussos, Gila y Eugenio… De todos los tiempos, de todos sus tiempos. Claro, que su preferido pasó a ser Leonard Cohen, yo creo que quería y además creía parecerse a él, cierto aire no le faltaba. Cuando se ponía a escucharlo, se le veía ensimismado, como si se estuviera imaginando en plena actuación ante sus amigos, familia y conocidos, a los que cautivaba con su carisma y su voz. Lo pienso porque a mí me pasa con otros cantantes y grupos, y supongo que de casta nos viene.

¿He citado a Demis Roussos? Uno de sus temas que más me suenan -aunque ese no lo ponía- se titula Maybe Someday, que creo que fue para la banda sonora de una película sobre King Kong, de tantas que se hicieron. Y lo recuerdo porque muchas cosas empezaron a ser en su día a día así. Si tenía que comprarse unos zapatos, ir al banco o llamar al fontanero, gestionar el talonario de recetas… maybe someday. Qué contento iba cuando le acompañé a operarse de cataratas. No salió la cosa como esperaba. Mientras llegaba ese quizás algún día que tanto esperó, otras cosas avanzaron y su mundo recobró luz, sí, pero no dejó de ser borroso e indefinido. A partir de ahí, yo creo, la cuesta empezó a ir hacia abajo. Las tormentas de verano sí las oía bien, las sentía acercarse y le gustaban.

En cuanto al fabuloso equipo que él solo se montó, sigue ahí, con todo, hasta los altavoces -antes decíamos bafles. Sería cuestión de ponerlo un día a punto y que vuelva a tronar. Estoy seguro de que, si se hubiera sentido con vista y facultades, quizás algún día -otra vez- lo hubiera intentado. Así que podríamos un día, quizás, hacerlo por él. Pero ese día, que no se entere mamá.

Se debió hacer familiar en el barrio la estampa del señor de la pipa, casi siempre de traje y corbata, ya algo encorvado y torpe al caminar. Sentado en un banco, entrando al estanco, fumando en la parada del autobús, cruzando a veces por donde no exactamente debía. Imagino entonces que empezarían a echarle en falta cuando dejó de salir y luego de estar. El caso es que no todo el mundo me preguntó, los había que nos conocían por separado y no sabían de nuestra relación paternofilial. Es verdad, pienso ahora, qué poco estos últimos años se me vio con mi padre. Aunque él y yo nos viéramos todos, todos los días que iban a quedar. Los días en los que la rebeldía empezó a claudicar.

Y por cierto, hace ya que los segundos se convirtieron en días que hacen semanas. El trueno sigue sin llegar, pero no porque la tormenta se haya marchado. Lo que pasa, ya lo voy entendiendo, es que lo que ha seguido a aquel relámpago violento es un sordo y duradero dolor.

48 días

Una tormenta inesperada barrió la tarde. La doctora había preferido dejar sin respuesta mi pregunta. Era el día que iniciaba la cuenta. Podría contarlos todos y de muchas maneras. Todas y cada una de las visitas. Las esperanzas, los temores y frustraciones, la penita muchas veces… O los desastres, una vía que se suelta y convierte la habitación y el baño en una masacre. Fue el cuarto día, pero según me contaron, pasó más veces. Ya sabíamos del peligro que había corrido y que podría volver a correr. Pero podemos contar que había humor, alegría de vernos, comedidos planes de futuro… Según unos agujeros se iban tapando a mejor ritmo que otros, al decimoctavo pidió hablar con mamá, le dijo que comía mejor, discutieron, buena señal. Dejaron de verse vías y pastillas, enrollados los cables del oxígeno. Fueron días en los que pasaron cosas, ganamos la Champions y suponemos que se enteró, ganamos a Croacia y según él fue un 5-3. Del Gobierno, de las elecciones en Cataluña y las europeas, de Palestina y Ucrania, ¿para qué le íbamos a contar? Un escenario nuevo e ilusionante fue el pase a rehabilitación, era el día 33 de la cuenta, pero algo me dice que la habitación nueva no le gustó. A mí tampoco, y debo contarlo. Le llevábamos ropa para el gimnasio, aunque no se le veía muy por la labor. Se quejaba de la sujeción que le habían puesto, me pidió que hablara con las enfermeras para que se la quitaran, no iba a decirle que yo había firmado el consentimiento. Por su bien, porque me decían ‘que no podían con él’, pudo ser ese su penúltimo acto de rebeldía. Al día 41 llegaron las mejores noticias, y al siguiente un gran bajón. Se suponía que todo marchaba, pero su ánimo, no. Ya no había bromas, alegría ni planes. Así lo vi y lo tengo que contar. El día 46 se confirmaron nuevos nubarrones visibles en el horizonte. El 47, por la tarde, después de otra visita depresiva como casi todas las de esa semana, se presentó una poderosa tormenta. La oí venir, descargar y alejarse, ¿la estaría oyendo él? A las 7.15h de la mañana siguiente la llamada del hospital… Puedo contar que tres veces lo vi ese día, apenas un minuto cada una. Y fue bastante, mucho, para toda la vida.

Dos días después, a las cuatro de un domingo de verano ya cierto y presente, tenía en mis brazos las cenizas. Y quién me lo iba a decir, pesaban como las de un gigante. Lo tenía que contar.

Y por más que cuente los segundos, este relámpago y este trueno son eternos y no tienen distancia que se pueda medir. Algo me dice que las tormentas ya no van a ser igual.

(Foto: tweemr)

Deja un comentario