Los héroes…
Me dijo: ‘cuando veas el relámpago, cuenta los segundos hasta que suene el trueno. Multiplícalos por 360 y sabrás la distancia aproximada a la que se encuentra la tormenta’. Y no lo he olvidado. Creo que ahora la velocidad del sonido se cifra en 344m/s a 20 grados, pero por entonces lo aceptado eran 360 metros. El caso es que yo aquello me lo aprendí al dedillo y todavía hoy lo sigo aplicando cuando hay tormentas. Las veo venir, estar y marcharse.
Cuando aún se sentían lejos, daba tiempo a contar. Y si sumamos segundos, minutos y horas, hay mucho. Pero claro, no viene todo al mismo compás ni en un orden lógico. Ni con la misma claridad. Algunas historias vuelven sorprendentemente nítidas; otras, sospecha uno, deformadas por el tiempo. Los recuerdos son subjetivos, incluso caprichosos, y a veces puede que no se ajusten a lo que ciertamente pasó. Pero como es lo que queda y no suele haber ya con qué ni con quién contrastarlos, así hay que contarlos. Luego, es la memoria la que, inconscientemente, hace la selección necesaria. Porque ya digo que es mucho y no puede entrar todo.
Y mucho que escuchar. No era mi padre el que tocaba la guitarra, sino Paco de Lucía, que empezaba a mecer las aguas. Si, ese equipo de música se lo hizo y montó él solo. Y parecía que el guitarrista, la orquesta, el propio Beethoven, Wagner o en su caso Mari Trini o Serrat estaban en casa. Yo ya iría luego dando entrada a otros invitados. Conciertos gratis a domicilio en los que a veces se colaba el vecino. Sí, en el fondo le gustaban, aunque hiciera por disimularlo. Era en la nueva casa, la primera que se había podido comprar con sus ahorros y su pluriempleo. La misma de la que partió maltrecho hace un par de meses con, eso creo, la esperanza de volver.
Pero por entonces, los héroes eran los padres. Y el mío era el que me llevaba al fútbol, aquel 5-0 al Español en Liga o lo de Las Palmas en la Copa, la primera y pionera de eso que hoy llaman ‘históricas remontadas’ y qué poca gente lo sabe. Lo que no me consentía, ni él ni mi madre, era dejarme el pelo largo, como esos futbolistas de moda y como algunos chicos de mi clase. Pero si me llevaba al zoo, ese era por entonces el mejor regalo que me podía hacer. Lo que me costaba convencerle, y lo poco, o diría nada, que ahora me gusta ir a esos sitios. De sus viajes de trabajo casi siempre me traía alguna sorpresa y yo a veces se la devolvía en forma de descalabro facial o aparatoso bollo en la sien. Dos semanas después de la gran nevada, la mayor que vería Madrid en los siguientes 50 años, aguantaba en pie sobre el último montón la pala azul que había usado como armazón del muñeco que levantó en la terraza.
Cierto que algún trueno sonaba, pero siempre parecían lejanos. Hasta que un rayo nos cayó de lleno una tarde de domingo, un día de febrero, un episodio que ya nunca se me borraría. Nada sería igual desde aquello, pero en realidad, no había hecho otra cosa que estrenar la vida. La de verdad. Y me dije que nunca más volvería a verle la cara a un muerto conocido, a no ser por accidente. A no ser hace dos semanas.
Se me hizo duro mirar a mi padre o siquiera decirle algo los primeros días después de perder al suyo. Pero pronto me di cuenta de que estos trances se terminan sobrellevando, al menos de puertas a fuera. A partir de esa, habrían de venir más tormentas, unas las vi claramente venir, otras se desataron sin avisar. Empecé a aprender de los que vivían con ellas encima. Y comprendí que, más pronto o más tarde, de una manera de otra, terminan por pasar. Y aunque dejen tierra anegada, algún árbol quemado o simplemente dolor, uno se termina acostumbrando al nuevo paisaje, a aceptarlo y vivir con él. Y siempre volvían a ser héroes.
Fueron aquellos primeros discos, pero fue la radio. Las emisoras que daban música clásica y las que emitían los magazines de entonces. Y lo mismo que España, mi mundo empezó a cambiar una mañana de noviembre. Ni cole ni tele ni sitio adonde ir, entonces las mañanas empezaron a ser una fiesta, con perdón. Y no duró solo esa semana de luto nacional, sino que luego siguió fines de semana, vacaciones, veranos enteros. Al principio venían, entre otros, Camilo Sesto, Abba o los Desmadre 75, luego ya fueron pasando Pink Floyd, Supertramp, Neil Diamond, también entre otros tantos… Eso sí, cuando se me ocurrió traer a casa a Bob Dylan en 33 rpm, no fue del todo bien recibido. Con los Beatles, de los que bastante le había oído hablar, tampoco salió muy allá la primera tentativa, luego ya fuimos encontrando consensos.
También, claro, los Reyes Magos eran los padres. El primer año que eso fue oficial, no di opción y el 24 de diciembre ya estábamos en la tienda de la calle Alcántara para comprar el Ibertren al módico precio de 1.624 pesetas de la época. Antes ya me trajeron Scalextric, madelmanes, juegos de construcción, otros trenes eléctricos, después ya trastos y juegos más vocacionales… y mira que lo que de verdad llenó mi niñez fueron los libros de animales y esos tapones metálicos de botella -sí, chapas- que con ingenio y fantasía se convertían en equipos de fútbol o ciclistas con los que me organizaba fastuosas ligas, mundiales o tours de Francia. Y no crean, no siempre ganaban los míos.
Entonces venía la democracia, se llenaban las calles de papelotes y carteles, los coches soltaban mítines por la megafonía y parecía que todos, o casi, nos caían bien. En las reuniones familiares en casa de los abuelos, las de los sábados y las de los domingos, en los taxis y hasta en el colegio hablábamos de política con toda soltura. Cada uno éramos de los nuestros, hasta los que sabíamos que no podíamos votar. Lo seríamos por los colores o por los famosos que los arropaban, o tal vez por los chistes o lo que oíamos decir a la hora de comer. Y no le decíamos absolutamente nada al que era de otros, de los muchos otros, iban tantos partidos a aquellas primeras elecciones… Éramos tan nuevos en esto, y tan ingenuos. Todavía habría de costarnos, pero estaba claro que nos preparábamos con ilusión para los tiempos modernos que iban a venir.
Claro, que la verdadera modernidad era Benidorm. El primer verano que fuimos, allí pasaban y se veían cosas de las que no teníamos noticia en Madrid. Cierto que no tardaron mucho tiempo en verse y pasar. Pero tendremos que reconocer que muchas las descubrimos en ese pueblo de pescadores que habían convertido en Nueva York con dos playas. Pobre cachorro de león, qué habrá sido de él, pero qué feliz me hizo sostenerlo en brazos para esa foto. No sé cuánto realmente de holandés, alemán o belga tendrían esos restaurantes y puestos a los que nos gustaba ir, el caso es que aprendíamos sabores y costumbres que nos parecían exóticos. Y gentes. Las subidas de temperatura furtivas que me venían de mañana y de tarde en la playa o por las calles peatonales, no, esas no me daban en Madrid, todavía.
Eran los años del primer coche, un 127 amarillo arena. Ojo, empezó a conducirlo mamá, que fue la primera de la unidad familiar en sacarse el carné. Ese desajuste de género para la época hizo reaccionar a papá, que se puso las pilas y terminó estableciéndose como el conductor oficial. Pero tanto monta, vinieron las excursiones domingueras por la Sierra, primero sencillitas, luego ya se atrevieron con los puertos y con distancias más largas. Ya sabíamos lo que eran el avión, el tren y los coches de otros, principalmente familiares. Ahora teníamos autonomía y control de las situaciones, ocasión que ni pintada para que el que no pintaba nada intentara erigirse en director de operaciones. Menudas ideas y menudos berrinches.
Porque además de los héroes y los reyes, las vacaciones también eran los padres, luego entendí que para su desgracia y tortura. En La Pedriza me desvirgó el dedo una avispa. En Guardamar no me hubiera dado tiempo a contar los segundos, el rayo estalló en el mar abierto a unos 30 metros de nuestra terraza, con estruendo y sin daño aparente. El truco me lo enseñó en Moralzarzal, donde las hubo que venían de tarde y volvían de noche, alguna de ellas pudo provocar el incendio en el monte que tuvo al pueblo tres días en vilo y a mí entretenidísimo. En Tarragona, donde una ola nos puso del revés, mi padre no estaba, me había dejado con mis tíos después de un largo viaje nocturno en tren. Después del bullicio mediterráneo, resultó que Lisboa y Oporto nos parecieron ciudades tristes más que decadentes, menos mal que la vida me daría la oportunidad de rectificar esa impresión. A Cantabria y a la Costa Brava ya fuimos en el 124 verde metalizado con capó negro, que habrá que admitir que era una horterada infumable. Y por lo que fuera, terminábamos volviendo a Benidorm, donde yo ya me movía como pez en el agua, literalmente, y luego con las edades me irían guiando nuevos intereses.
Capítulo aparte merece el mítico fin de semana en Asturias, aunque es verdad que allí fueron más protagonistas otros personajes. Pero sí, mi padre formó parte del comando impostor que se alistó a última hora a aquella expedición ya programada, yo como unas castañuelas. Y fue precisamente su coche, el 127, el que se paró en plena meseta castellana y nos dejó allí varados y como tontos, mirando la correa del ventilador. Hasta que a mi abuelo materno se le hincharon las pelotas segovianas e impartió justicia bajo el sol. Conmigo fue condescendiente, me reubicaron en el Renault 12 oficial mientras a los acoplados se les instaba a buscarse la vida. Así pasé por primera vez Pajares, de las muchas que lo habría de pasar y por diferentes medios. Pero esa no se me ha olvidado.
Por lo demás, los hombres del tiempo contaban el que hacía, lo que no dejaba de ser un episodio más del que pasaba. Eran rostros populares de aquella televisión, y él los conocía a todos. Una vez me presentó a Mariano Medina: “¿y cómo se llama tu hijo?… Ah, como el mío”. Tenía 20, ya podía. Esos señores tan sabios, algunos además simpáticos, informaban de las borrascas que venían, los frentes cálidos y fríos, cuidado con las corrientes en chorro, que debían ser las danas de ahora. A mí me gustaba ver esos mapas, con sus flechas, sus isobaras… la verdad es que siempre, todavía hoy, me han interesado los fenómenos meteorológicos. Sobre todo en invierno, que es cuando ocurren más cosas. Pero cuidado en verano si a los cielos les da por cargarse…
Y mientras voy hilando estas historias, sigo contando los segundos desde el último relámpago, pero este trueno no llega. Me pregunto si lo soñé. O si quedé tan deslumbrado y aturdido que ni siquiera lo oí.
(Foto: ELG21)