CJC, 10 años y un día

Camilo José Cela, de la web nobel.org“No perdamos la perspectiva…” arrancaba La Colmena. Y la dictadura de los acontecimientos nos ha vencido sin paliativos, ayer se han cumplido 10 años de la muerte de Camilo José Cela y apenas ha recibido ecos. De hecho, bien poco se le ha recordado en este tiempo, los litigios en torno a su legado han venido a copar la mayoría de las noticias en torno a su figura. Se trata de otra biografía enrevesada, compleja, imposible de encajar en una sola pieza. Y pese a que hubo quien sugirió que lo empaquetáramos todo y nos saldría algo muy grande, parece que sus últimos 15 años finalmente le pasaron factura. En 1986 fui testigo, en una charla en el Círculo de Lectores, de cómo decía que se disponía a afrontar la vejez. Muy tajante aseguraba que él no admitiría verse mermado de sus facultades, eminentemente las intelectuales, y que admiraba profundamente a dos figuras a las que conoció bien: Juan Belmonte y Ernst Hemingway. Viéndole luego, sobre todo a partir del Nobel, nunca desde luego le reclamé que hiciera lo que había avisado que haría. Pero es evidente que no lo hizo. Ahí le falló la perspectiva a él. No es lo mismo prever lo que te va a pasar que estar dentro de lo que te pasa. Lo cierto es que le sobraron muchas cosas y, sobre todo, mucho entorno aprovechado e interesado. No es que antes fuese, ni mucho menos, una personalidad que concitase el acuerdo de todo el mundo. Más bien lo contrario. Lo peor es que, en muchos casos, para mucha gente, la anécdota, lo mediático, lo excéntrico y lo altisonante pesaron más que lo absolutamente esencial: el Escritor. Claro que él se prestó. Nunca negó a nadie la oportunidad de un titular y una foto, y casi llenó más páginas en los medios por sus salidas de tono o de madre que por su obra. Lo que decimos de ese contemporáneo afán por simplificar. Cuando las verdaderas páginas que él llenó de arte fueron las de sus libros. Hablo, y no tengo reparo, del hombre que más me enseñó a escribir. A buscar delante y detrás de las palabras, a sacarle todo el partido a esa gloriosa materia prima que ensalzara Mario Benedetti (y con ella modestamente intenté homenajearle) y a través de ella edificar personajes y recrear mundos, exteriores e interiores, reales e imaginarios. Dúctil, versátil, ágil y volátil, la palabra en el Paraíso. Esas palabras tratadas con calma, con mesura, con templanza y con infinita paciencia –como la lluvia que no cesa de principio a fin- son las que construyen paisajes, perfiles y ambientes imborrables en Mazurca para dos Muertos. Desde 1984 nadie me mueve: es la mejor novela, no ya de Cela, la mejor que he leído. Y desde entonces llevo diciéndolo a quien me conoce, animando a leerla, sobre todo a superar las 50 primeras duras páginas, barrera que es verdad que cuesta franquear. Una vez superada, el viaje es inolvidable, y sí, terminas empapado y viendo la línea del horizonte borrosa. Pero entendiéndolo todo y absolutamente agradecido de haber llegado hasta allí. La contrapartida, el reflejo de Mazurca, iba a ser Madera de Boj. El universo que se extiende de la Galicia interior a la de la Costa. La esperé ansioso, pero tardó demasiado en escribirla, priorizó otros compromisos –editoriales o de otra índole-, y cuando se puso de verdad a ella, ya eran esos años. Dicen que le dolieron las críticas, ya en el tramo final de su vida. Pero no tuve más remedio que reconocerlo. No le salió igual. Quizás ahí fue cuando se sintió Belmonte o Hemingway.

… Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color del cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento, y la raya del monte lleva ya mucho tiempo borrada… (fragmento de Mazurca para dos Muertos)

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