Si alguna vez me habéis leído u oído hablar de los Gigantes, contaros que el que fundó la saga fue un Gigante de pelo gris. Sí, él y todos los demás tienen que ir en mayúscula. A este del que hablamos hoy le conocí ya en edad, ascendido a águila vieja que desde su atalaya oteaba y revisaba presentes y pasados, la cabeza aún perfectamente poblada y plateada, apenas una leve coronilla que adornaba y confirmaba su realeza. No supe de él, o supe pero no le vi, por aquellos llanos segovianos y burgaleses que le curaron. Escuché sus aventuras, episodios de sol y frente rugosa, áridas caminatas y el asedio de los buitres al cante de la res muerta. Si he evocado la voz de trueno de alguno de los que le siguieron, vamos a concluir que a él se debe fundamentalmente. Si el cordero aquella Navidad estaba “cojonudo”, se escuchó hasta en el Sahara, donde él decididamente no estuvo. La guerra, la no paz y ya la relativa tranquilidad, el ir, venir, traer y llevar por los mercados de Madrid. Luego ya el periódico y las gafas sobre la mesa, el brasero a los pies, la tos abrupta y constante que le hacía presente, el águila en su sitio, donde debe estar, todo en orden a su vista y los recuerdos que todos los días hace falta regar. De paso por un llano que no era propiamente el suyo, más bien de Valladolid o de León, estalló de furia y temblaron hasta los pinares. Luego vino la asfixia y la agonía bajando el Puerto de Pajares, qué cosas, quien me lo iba a decir. Si salió de esa, tal vez luego me ayudó a salir a mí, años después. El Gigante llegó de una visita al médico, posiblemente la única que le rindiera en su vida, un día 2 de enero, y dio en decir, con queja y con pesar, que aquella máquina ya no funcionaba. Cuentan que ya no dijo más. Al menos que le hayamos oído por aquí. Aunque vete a saber, me da que por aquellos llanos todavía se ve y se oye tronar a un Gigante de pelo gris.