Internet sin ley, ¿cuestión de vencedores y vencidos?

1128838_chess Una vez la Ley Sinde se ha despeñado estrepitosamente por los acantilados del Congreso, los adalides de Internet libre y del pueblo cantan victoria; los defensores a ultranza del antiguo régimen de propiedad intelectual lamentan su derrota, juran venganza y amenazan con ir a Bruselas. Pero, ¿Estamos realmente ante una situación de vencedores y vencidos? A mí me parece que no. Al final, esta Ley no ha salido adelante porque se ha quedado enfangada en el barro de la política, víctima del “quítame allá esos apoyos” de los partidos. No porque los grupos parlamentarios que finalmente se han opuesto hayan manifestado una decidida apuesta de Internet como libre espacio de circulación de la cultura. Más bien han ejercido, como siempre –y como el Imperio Británico en su día- el principio de actuar en función no de ideas permanentes sino de intereses permanentes. Y esta vez ha salido por ahí, quién sabe si luego en el Senado saldrá por otro lado.

También –ya lo apuntábamos ayer- porque el Gobierno había incluido esta ley como una disposición dentro de otra de ámbito mucho más amplio, nada menos que aquella ambiciosa Ley de Economía Sostenible, diseñada hace un año para relanzar nuestra economía y transformar nuestro modelo productivo, y que luego el peso de los acontecimientos de este año fatídico y las forzosas medidas económicas adoptadas habían dejado borrosa y poco menos que insustancial. Se pretendía entonces que la disposición contra las descargas ilegales se votara en el mismo paquete que las medidas de gestión medioambiental, igualdad o crecimiento responsable de las empresas. Al final no coló, los partidos pidieron votar esa disposición por separado y, después de varios tiras y aflojas y negociaciones hasta última hora, los integrantes de la Comisión de Economía del Congreso han votado sacarla del texto.

¿Cambia mucho la situación a partir de ahora? Yo diría que no, porque el problema sigue siendo el mismo, con ley o sin ley. Ésta habría de servir para arbitrar un mercado, no para crearlo. Porque no hay un mercado de la Cultura en Internet si unos no quieren vender y otros no quieren comprar. Mientras las posturas de los actores ahora en litigio no converjan de alguna manera, poca legislación y regulación pueden servir. Ayer el debate entre el director de la Asociación de Internautas, Víctor Domingo, y el presidente de la Academia de Cinematografía, Alex de la Iglesia, fue un ejemplo demoledor del enconamiento de ambas posturas. En el fondo del cuadro, sin atreverse casi a nombrarlas, quedaban las operadoras, como convidados de piedra a los que todos miran de reojo y casi nadie se atreve a señalar. Pero también sería lo fácil despejar hacia ese otro lado. Más bien es que si antes los mercados se componían, como el mensaje, de un emisor y un receptor que interactuaban a través de un canal, ahora el canal está muy vivo y tiene mucho que decir y que ganar. Entonces tendrán que ponerse de acuerdo los tres. Pero no parece que nadie esté por la labor.

La cuestión es que no parece vislumbrarse otra solución que apostar por fórmulas legales para la distribución de contenidos en la red, a costes razonables y asumibles por el consumidor, que así volverá a tener la razón como la tiene en cualquier otro mercado, cuando va a la tienda o cuando compra un coche. Existen esas fórmulas, cada vez más, algunas ciertamente inteligentes e ingeniosas, incluso contamos con excelentes desarrollos de empresas españolas. Eso sí, algunos ganarán menos dinero con estos modelos de negocio, otros perderán privilegios, algunos monopolios se verán amenazados. Al tiempo que seguirán existiendo los reacios a pagar por nada. ¿Por qué, si me lo he bajado gratis toda la vida? Bueno, pero si lo hacemos bien, serán esos los que quedarán en los extremos de ambos lados y tenderán a ser minoría. Si entre ellos conseguimos llenar todo ese gran espacio con una oferta consistente, canales y mecanismos adecuados a los tiempos y a la tecnología, y una demanda cada vez más madura, tendremos un mercado. Y entonces tendrá sentido ponerle una ley justa que lo arbitre. Como cualquier otro, no más.

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