El voucherío ozú

Del verano al invierno van ocho horas, o si se prefiere tres despegues y tres aterrizajes. O si se quiere, tres bocadillos de jamón y queso. De la caída libre al paso de brigada ligera, del cataratismo al viento azotante de cara. Del espasmante estruendo del Salto Bolsetti al plácido crucero en busca del fin, del fin de qué, del bien o del mal, o tal vez en busca del principio de todo. Los oceanos se tocan, como pintados por Miguel Angel, y el mundo tanto allí que acá es igual de azul.  Eso sí, siempre y cuando tengas a punto el voucher. El que te dan y luego te cambian por otro, pero tienes que devolverlo y entonces te otorgan el genuino, el pasaporte a la felicidad. Nada tiene sentido sin el voucher, es el elixir, el mana, el orgasmo… sin él estás perdido, t’as acabao amigo, no eres nadie en esta tierra ni en ningun otro fuego. Voucher para dormir, para nadar, para partir, para llegar. Los cauquenes tienen el suyo para amar, o mejor dicho, él tiene uno intransferible que sólo vale para amarla a ella. Ella lo puede cambiar por otro voucher cuando él ya no esté. Voucherismo es el fin y el principio de este mundo de locos que jugamos a cuerdos. Ayer la mañana sonaba a vida de la verdadera recién pasada la noche de los muertos y superada la prueba del helado eterno. Hoy las lengas que quedaban en pie nos saludaban al pasar. Mañana cambiamos un poco de país, la frontera queda a tiro de un pequeño madrugón.

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